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A Fondo
Columna
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Macron, ¿contra las cuerdas?

Pese a la rebelión contra su política, el presidente tiene tres años para ganarse a los desprotegidos

REUTERS
Miguel Otero Iglesias

La resistencia era previsible. Al final los franceses se han rebelado contra Macron, un líder joven y reformista que ya sabía lo que se le venía encima por eso ha intentado hacer la mayoría de las reformas al principio de su legislatura. Lo que seguramente no se esperaba Macron es el momento, la forma y la violencia de las protestas. Tradicionalmente, la calle en Francia está dominada por los sindicatos y/o los estudiantes. Esta vez no. Los gilets jaunes (o chalecos amarillos) no tienen una estructurada organizada y provienen mayoritariamente del ámbito rural.

Justamente esta diferencia es una de las claves para entender este movimiento de los sin nombre. Muchos analistas pensaban que Macron iba a tener un otoño de huelgas el año pasado cuando implementó su reforma laboral, similar a la que introdujo en 2012 Rajoy en España (es decir, basada en abaratar el despido y descentralizar la negociación colectiva), pero a pesar de las críticas y el enfado, los sindicatos aceptaron las reformas. Macron incluso aguantó esta primavera la embestida de los temibles sindicatos del ferrocarril, aumentando así la esperanza de aquellos que pensaban que esta vez sí Francia tenía un presidente reformista que no cedía a las presiones de grupos de interés inmovilistas.

Sin embargo, todo esto se ha visto con aprehensión desde lo que el geógrafo francés Christophe Guilluy ha acuñado como la France périphérique, esa Francia popular que está lejos de los centros urbanos cosmopolitas, donde viven los ricos y bobos (burgueses, bohemios) y que también intenta evitar los suburbios de la banlieue, donde vive la clase pobre y los inmigrantes. Para esta clase media-baja de la Francia profunda, Macron siempre ha sido el “presidente de los ricos” y lo que ha pasado es que las clases urbanas, entre ellos los sindicatos, se han aliado con él, traicionando el espíritu igualitario de la república francesa. Los chalecos amarillos son por lo tanto los otros “sin voz”, los que sienten que toda la atención y los recursos (incluidos los de los medios de comunicación) van destinados a las grandes ciudades, mientras ellos tienen servicios públicos cada vez peores y sus problemas no salen en la televisión.

Hay una frase de los gilets jaunes que resume bien su sentimiento: “mientras las clases dirigentes se preocupan por salvar el mundo, nosotros nos preocupamos por llegar a fin de mes”. Justamente, el impuesto sobre el diésel es un claro ejemplo de esta brecha social. Para los bobos que viven en las ciudades pagar un poco más por llenar el tanque del coche no resulta tanto esfuerzo. Suelen tener coches nuevos y hasta híbridos que consumen poco, incluso no tienen que coger el coche porque el transporte público es aceptable, y además últimamente hay transportes alternativos, desde el uber hasta el patinete.

Algunos no tienen ni coche porque viven en el centro y tienen dinero para taxis y alquilar un coche cuando lo necesitan. Pero el francés de la Francia periférica depende de su coche para ir a trabajar, y si no es nuevo, su consumo, y por lo tanto el gasto en el impuesto, es mayor. Esa Francia, que ve que la lucha contra el cambio climático es fiscalmente regresiva, es la que se rebela. Una Francia, cabreada por pagar cada vez más impuestos sin ver un retorno tangible, y con la que Macron no ha sabido empatizar. Lógicamente la violencia, sobre todo en París, es totalmente condenable, pero eso no debería distraer de los problemas de fondo que tiene el país. Hasta hace muy poco se podía decir que el francés medio vivía mejor que el alemán y el británico medio. Hoy eso está en duda sobre todo en relación a Alemania. Según cifras del Banco Mundial, la renta media francesa en paridad de poder adquisitivo se sitúa en 42.700 euros, la del Reino Unido está en 43.800 y la de Alemania en 50.700; 8.000 euros más. Y no es solo eso. La OCDE muestra que la desigualdad es mayor en Francia que en Alemania.

El estado de la educación en el país es muy relevante. Los resultados PISA para el 50% de la población de condición socioeconómica más baja son bastante peores que al otro lado del Rin. Los números son contundentes. Desde 2007, inicio de la crisis, el porcentaje de jóvenes ninis ha pasado del 12% al 17%, en Alemania ha bajado del 13% al 9%. Otro indicador es la formación continua según el nivel de competencias (skills en inglés). En edad laboral y ya adulta, solo el 18% de los franceses con bajos skills se sigue formando, los de skills medios son el 35% y con skills altos el 55%. Esos mismos porcentajes son el 24%, 48% y 71% para Alemania (mientras que para España: 20%, 40% y 68%).

La situación es preocupante. ¿Servirán las últimas cesiones (subida del salario mínimo 100 euros mensuales, exención de tributación de las horas extra etc.) y un tono más humilde de Macron para aplacar la ira de los chalecos amarillos? Todavía es muy pronto para saberlo. Lo que sí se sabe es que la próxima reforma que va a hacer ruido es la de la educación. Macron va a intentar introducir la formación dual a la alemana en las escuelas secundarias y un año extra de formación transitoria para el 60% (sí el 60%) de los alumnos universitarios que abandonan la carrera el primer año. Estas propuestas parecen razonables, pero son rechazadas por los sindicatos estudiantiles porque van en contra del espíritu de igualdad de la República. Otra batalla a la vista.

Macron seguirá contra las cuerdas pues, pero no está claro que vaya a perder el combate. Todavía le quedan más de tres años de legislatura, la oposición es débil (el rechazo a Le Pen todavía fuerte) y las reformas (si no son revertidas) pueden empezar a traer frutos. Todavía queda tiempo para ganarse a la Francia periférica. Su campaña se centró en liberalizar la economía y empoderar a los desprotegidos. Si quiere ser reelegido, ahora tiene que poner el foco en lo segundo.

Miguel Otero Iglesias es Investigador principal del Real Instituto Elcano

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