¿Es posible blindar la independencia del poder judicial?
El sistema necesita una reforma, pero a ningún partido le interesa realmente impulsarla
La renuncia de Manuel Marchena a presidir el Consejo de Poder Judicial ha destapado la caja de Pandora de la Justicia en España. Dicen que no hay mal que por bien no venga, pero difícilmente puede ahora el Tribunal Supremo vanagloriarse de su independencia, tan en entredicho. Máxime tras desvelarse los whatsapp que el portavoz popular en el Senado, Ignacio Cosidó, reenvió a cientos de miembros de su partido jactándose del control del Alto Tribunal que les facilitaba el pacto con el PSOE, que a fin de cuentas parece que ha servido como detonante de la decisión del presidente de la Sala de lo Penal.
Este mensaje ha desencadenado un efecto tsunami cuyas olas son de tal magnitud y virulencia que han puesto en juicio el funcionamiento de la Justicia, además de colocar en el foco mediático el debate en torno a la necesidad de asegurar la independencia del Poder Judicial.
Marchena ha desbaratado el pacto PSOE-PP, después de dinamitar el primer gran acuerdo político alcanzado en esta legislatura entre estos dos partidos. Ahora bien, ¿cómo podría blindarse el Poder Judicial frente a las injerencias políticas?, ¿qué medidas servirían para despolitizarlo y garantizar la independencia de los jueces?
En lo que respecta al órgano de gobierno de los jueces, la Constitución Española ampara la posibilidad de que 12 de ellos sean nombrados por los propios jueces y magistrados, como se desprende de las actas del proceso constituyente y quedó configurado en el primer Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de la democracia. En 1985, el Gobierno socialista modificó el sistema de designación existente hasta entonces, imponiendo que los 12 vocales judiciales fuesen elegidos entre las dos cámaras, de modo que los grupos parlamentarios adquirieron el protagonismo en la designación de los miembros, convirtiéndose en una suerte de “intercambio de cromos” en función de los intereses de los políticos, en especial respecto a la designación de los magistrados del Tribunal Supremo, y en particular de su Sala Segunda, que es la competente, por tema de aforamiento, de juzgar las causas en las que estuvieran implicados los políticos.
Más allá de la importancia de la noticia en sí, lo verdaderamente relevante sería ahondar en un debate perenne que se ha encarnado en el imaginario colectivo, así como aportar soluciones que refuercen la seguridad jurídica y resarcen la pérdida de credibilidad que ha sufrido el Alto Tribunal.
Y es que la Justicia es el último reducto independiente que nos queda a los ciudadanos frente al poder, desde donde siempre se ha querido controlarla y manejarla. El Judicial ha sido una golosina con la que todos los Gobiernos han querido dulcificar las consecuencias de sus actos, sometidos al escrutinio y vigilancia del denominado tercer poder.
En cualquier caso, la insólita decisión del magistrado abre dos posibilidades: que la noticia de la renuncia de Marchena se diluya como una pastilla efervescente, haciendo mucho ruido en un principio, pero disolviéndose en el agua que sorben los partidos políticos; o que su retirada de la carrera por presidir el Supremo provoque un efecto dominó que termine envalentonando a más personas que desempeñan la función jurisprudencial.
Magistrados del Supremo ya han salido a la palestra para aplaudir la decisión de Marchena, calificándola como “enorme gesto de sabiduría”. Sin embargo, también han advertido de que se trata de un reto ético para la clase política, donde a muchos se les quitará el hambre de comerse esa porción de la tarta que durante tantos años han estado partiendo a su antojo.
Al descrédito del Tribunal Supremo por el guirigay del impuesto de las hipotecas se le ha sumado ahora un cambalache que ha hecho sonar todas las alarmas y cuyo sonido resulta ensordecedor. No son buenos tiempos para la Justicia, tan aquejada de mordazas y susurros que se cuchichean entre bambalinas. Son muchos los jueces que se encuentran atrapados en un sistema controlado en última instancia por el poder político, y resulta deleznable que los políticos puedan interferir en los juicios y sentencias. Los buenos jueces no son de derechas ni de izquierdas, aunque las izquierdas y derechas quieran hacer buenos a algunos jueces y malos a otros.
El poder político lleva tiempo inmiscuido en el judicial. Y esa falta de independencia amenaza los derechos de los ciudadanos. De ahí la necesidad de plantear una reforma del sistema, que sin embargo –y por desgracia- no se materializará a corto plazo; ya que a los diputados y senadores no les interesa, no vaya a ser que en el futuro tengan que sentarse en el banquillo. Mientras tanto, llueve sobre mojado. Pero ese goteo de informaciones y escándalos contiene ácido que, si no se remedia, terminará contaminando al sistema en su conjunto. La Justicia se ha visto obligada a soportar cómo cualquier persona de a pie despotrica contra ella sin morderse la lengua, ni pensar en los más de 4.000 jueces y magistrados que desempeñan su función diariamente con total independencia, sometidos única y exclusivamente al imperio de la Ley; una cuestión que conviene subrayar y poner por delante en todo momento, para que algunas circunstancias concretas no enturbien el proceder diario y profesional de todos sus miembros.
«Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez», dejó escrito el bueno de Francisco de Quevedo. Y esas influencias políticas podrían concebirse como delitos con los que se denigra la judicatura. Marchena ha dado una lección de dignidad. Su decisión ha encendido la llama de la independencia del poder Judicial, la cual ya ha empezado a avivarse. Ahora queda ver durante cuánto tiempo alumbrará y a cuántos quemarán sus chispas, que ya han comenzado a saltar.
Roberto Martínez es Socio de Life Abogados