Es hora de que las empresas abandonen el silencio
Muchas compañías tradicionales se ajustan a los cambios, pero sin participar en los debates
En el recurrente pero inevitable análisis de los cambios sociales que nos abruman, me pregunto dónde queda la voz de la Empresa (destaco la E mayúscula para abarcar el conjunto heterogéneo de las compañías tradicionales.) Son innumerables las declaraciones de líderes empresariales que asumen los retos y anuncian su voluntad de adaptarse a los nuevos tiempos: basta asistir a un foro de directivos o leer el voluminoso dossier de entrevistas o tribunas publicadas en la prensa para reconocerlo. Sin embargo, y admitiendo honrosas excepciones, parece como si la Empresa asistiese al espectáculo de la revolución como espectador pasivo, más pendiente de descifrar las claves que determinarán su comportamiento que de alumbrar ideas que marquen el camino.
Esta es la cuestión: ¿están las empresas asumiendo una posición defensiva, ajustándose como puedan a los cambios que les imponen, sin participar activamente en el debate, o por el contrario, tratan de liderar o encauzar el debate social proponiendo nuevas ideas que satisfagan los deseos de certidumbre y seguridad de los ciudadanos?
A lo largo de la historia del capitalismo, la Empresa ha afrontado el ímpetu del cambio merced a su capacidad para ceder parcelas de poder conforme la presión social se hacía irresistible o suponía un factor de riesgo para su supervivencia. Siempre a rebufo de los acontecimientos, acababa aceptando una mejor distribución del beneficio, o medidas sociales ventajosas para los trabajadores, o regulaciones que limitaban su actuación en el mercado.
Quizás porque aún no ha tomado conciencia del tsunami que se acerca, da la sensación de que la mayoría de las corporaciones se siente cómoda en el rol de simple peticionaria de avales de legitimidad en un entorno mudable en el que hoy rigen unos criterios que mañana serán diferentes. El concepto de licencia social para operar, tan valorado en la actualidad, puede convertirse en una trampa si solo refleja una actitud de mansa aceptación de lo que se impone desde fuera. Porque esa presión externa – y este es el núcleo del riesgo- es fruto muchas veces de pulsiones o vindicaciones no siempre razonables, promovidas por movimientos de opinión que consiguen que sus planteamientos se conviertan en incontrovertibles gracias a su capacidad de movilización, la desidia o desinformación de la mayoría y la ausencia de argumentos sólidos que los contrarresten.
Es cierto que la Empresa, con frecuencia, trata de hacer valer sus razones frente a estas corrientes de opinión, y también lo es que sus triunfos son generalmente escasos, a mi juicio por dos razones principales: la primera, porque la Empresa dejó hace mucho de ser un referente de autoridad cuya voz es respetada y valorada; la segunda, porque sus argumentos suenan casi siempre a justificaciones, a defensa de lo propio, a resistencia, pero pocas veces a propuesta innovadora, original, atractiva e ilusionante.
En el presente, afrontamos una nueva paradoja: mientras que numerosos factores como la precariedad en el empleo, la desigualdad, la brecha digital o la pérdida de derechos sociales, entre otros, dan carta de naturaleza a la idea de que el capitalismo sin alma resucita, nos encontramos con un nuevo escenario marcado por la emergencia de un potente activismo ciudadano no siempre organizado (u organizado en torno a movimientos no reglados, no tradicionales) que está consiguiendo marcar el rumbo de las políticas de unos Gobiernos sostenidos, a su vez, por partidos que ya no responden a los viejos esquemas. En los despachos del poder resuena con mayor fuerza la voz del ciudadano, tapando la de la Empresa. Los nuevos grupos y movimientos políticos demonizan a “los mercados” y sus representantes, y cuestionan permanentemente el discurso de transparencia y responsabilidad que muchas corporaciones se esfuerzan por difundir.
El antiguo poder de las grandes corporaciones, capaz de moderar las aspiraciones de un cambio social radical, tiene ahora su réplica en multitud de actores que, actuando conjuntamente (aunque no obligadamente de acuerdo) están preparados para modificar sustancialmente el escenario político, social y económico. Lo más llamativo es que, entre los precursores de la revolución, se encuentran grandes compañías (Google, Uber, Facebook, Amazon, Alibaba…) que encabezan las listas de facturación o capitalización bursátil, impulsoras de las grandes innovaciones tecnológicas y de nuevos modelos de economía: ellas sí están definiendo lo que quieren que sea el futuro, aunque su dibujo responda a sus propios intereses y no necesariamente a los de la sociedad en su conjunto.
Frente a ello, la sociedad aguarda la respuesta de la Empresa. ¿Cuál es su receta y su compromiso ante el creciente deterioro de las relaciones laborales –con la quiebra casi definitiva de la lealtad mutua– o ante la amenaza de la desaparición de empleos por mor de la robotización, o ante la imperiosa necesidad de transformar los procesos productivos para combatir el impacto ambiental, o ante los efectos indeseados de la globalización y el localismo, o ante la probable expulsión de millones de ciudadanos / consumidores del sistema como consecuencia de todo lo anterior?
El problema es que se está agotando el tiempo de los gestos más o menos grandilocuentes, de los titulares políticamente correctos, de la mirada cortoplacista, del avance a regañadientes. En medio de un entorno caracterizado por la decadencia de los referentes morales, ideológicos e intelectuales, que son sustituidos por la demagogia populista, la infoxicación o las “fake news”, la Empresa puede y debe reivindicar su papel de líder, mostrando su capacidad para replantearse la totalidad de su discurso y acción, proponiendo un nuevo modelo de relación con la sociedad cuyo objetivo sea construir un futuro mejor para todos y no, simplemente, zurcir los desgarros que hoy reconocemos.
Arturo Pinedo es Socio director general de Llorente & Cuenca