La crisis migratoria, esa quiebra moral
No hay desafío mayor para Europa que este problema, que puede contribuir a su parálisis
La presión migratoria no va a dejar de crecer y a la Unión Europea, después de algunas alegrías alemanas poco pensadas, no se le ha ocurrido mejor cosa que jugar al cortísimo plazo, encontrando una pseudosolución, pedirle un favor a Turquía. Alguien tendrá que limpiar el frontispicio de los valores europeos de esa mancha por muchos inesperada, monumento ignominioso a mayor gloria del pragmatismo. Todo ello en plena deriva autocrática de Erdogan.
Falta de previsión, impotencia, nula gobernanza. Claro que el problema tiene gran envergadura, pero el espectáculo es de marca mayor. ¿Nadie veía en Bruselas que Italia, con o sin populistas, iba a hartarse de que Lampedusa se haya convertido en el lugar de atraque de miles y miles de personas cuyo pasaporte se llama desesperación?
¿Es que son de mejor condición burócratas y políticos bien pagados de la UE que la humilde gente del sur de Sicilia, que se ha echado a sus espaldas la cotidiana recogida de muertos y supervivientes, al lado de militares italianos y ONG’s?
Tiempo ha habido y de sobra para planificar cómo absorber estas avalanchas, por una Europa más que envejecida. Tenía que haberse adelantado al previsible discurso xenófobo y hostil, ayuno de cualquier propuesta constructiva. Claro que en las migraciones influyen acontecimientos excepcionales, como guerras y crisis –Siria, Libia, Irak–, pero también está ahí, para quedarse, la mundialización del mercado de trabajo. Por no hablar de hambrunas y gentes que quieren un mejor modo de vida, como millones de europeos lo buscaron en otros momentos de la historia. No olvidemos tampoco la demografía. Pensiones, protección social, consumo…Las políticas de natalidad, por exitosas que sean, que lo son más bien poco en general, no van a suplir el papel esencial que la población emigrante puede jugar al respecto. Y la Comisión Europea lo sabe, conoce bien que debe superarse el discurso alarmista con el que nos bombardean cada día, que debemos concentrarnos en transformar la inmigración en una oportunidad para todos, procurando su integración en nuestras sociedades. Quizá habrá que avanzar de la mano de lo útil y funcional, como tantas veces ha ocurrido en la vida de la Unión, pero no olvidemos la dimensión ética. Y aceptemos que estamos ante un factor estructural, que se podría flexibilizar con políticas de ayuda al desarrollo, de eficacia muy limitada hasta ahora, lamentablemente.
Estamos ante un problema político y social de gran porte, inducido por la inmigración y agravado por su pésima gestión, que –en definitiva– ha venido a echar sal en la herida de las insuficiencias de una arquitectura europea de marcadas asimetrías. Es necesario un debate sobre la inmigración económica, superar el miedo. Todo menos lo que sostienen algunos en los antiguos países del Este: defender la homogeneidad de la etnia. ¡Qué cosas!
La Unión Europea no ha sido quien de gestionar de modo eficiente los flujos migratorios. El plan de relocalización ha sido un absoluto fracaso. Y la dura realidad se ha venido encima y, una vez más, se tratan de arbitrar medidas defensivas entre unos cuantos países. Se ha intentado subcontratar la política inmigratoria, dejando con demasiada facilidad el derecho internacional en la cuneta. Digámoslo pronto y claro: la Unión Europea no tiene política migratoria, dando palmario testimonio de su renqueante gobernanza.
Y las mafias parasitan una situación lamentable. Los partidos más a la derecha encuentran ahí un fértil caldo de cultivo, y así vemos ahora Italia, pero también Austria, Hungría, Polonia, Bélgica…Un círculo vicioso en la matriz de las ideas que han inspirado durante siglos una perspectiva ética de las relaciones humanas.
No hay otro desafío mayor en las puerta de Europa que el de resolver la crisis migratoria, hasta el punto de contribuir puede que decisivamente a la parálisis de la Unión. Las cuotas han sido recibidas nominalmente con un sí bastante general, tanto como lo ha sido su incumplimiento. Antes o después, la crisis migratoria se transformará en una crisis política grave.
Alguna esperanza puede provenir del sistema llamado de Dublín, que aunque está prácticamente agotado, podría rescatarse en alguna medida. Pero los bloques antagónicos gastan sus fuerzas en la confrontación, sin llegar a ninguna parte operativa.
España se acaba de poner una medalla humanitaria muy elogiable, pero esa gota en el océano de la insolidaridad puede provocar más problemas a corto plazo, mientras que se pone más en evidencia que Bruselas acusa un autismo que semeja irreversible. La cabeza debajo del ala no es solución. Sin embargo, Europa necesita los emigrantes que no quiere, porque no ha hecho los deberes, encontrándose con el peor de los mundos. Irregularidad, inseguridad…La demografía es el acelerador de la demanda de inmigrantes, para que el continente “anciano y demacrado” en el decir del Papa Francisco, continúe manteniendo su nivel actual de bienestar.
La productividad, por mucho que avance, no será suficiente, y esto no se ve con orejeras de cortísimo plazo. Claro que los movimientos migratorios no son exclusivos de nuestra región, pero otras zonas comparten la mala gestión de los flujos. Condiciones de trabajo degradantes, violaciones de derechos humanos, todo a favor de que las Naciones Unidas, con más autoridad moral que efectiva, comprometa al mundo en esta batalla que no dejará de crecer.
Luis Caramés Viéitez es Catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Santiago de Compostela