La diplomacia entra en la cuenta de resultados
Las grandes empresas utilizan ya técnicas políticas frente al aumento de los riesgos globales
La crisis del orden liberal, el brexit, el referendo de Colombia, las declaraciones de Trump, la escalada en Corea, el capitalismo de Estado que viene de China o los fondos soberanos, los nuevos populismos en Europa, la crisis de Odebrecht en América Latina, la uberización de los servicios globales, la destrucción de empleo local, las noticias falsas o la ciberseguridad y la transformación digital. A este ritmo, nos vamos a acostumbrar a los cisnes negros, cuya nueva naturaleza se vincula a las acciones y los procesos políticos y no solo a las decisiones económicas propias y de la competencia. Por eso, el riesgo político es cada vez más evidente y se concreta en las expropiaciones y las renacionalizaciones de industrias, el levantamiento de aranceles y tarifas comerciales, las crisis reputacionales o la inestabilidad regulatoria. Este es el nuevo ecosistema de los negocios internacionales.
Ante los nuevos riesgos, los directivos tienen que configurar una respuesta que incluya la actividad política como factor clave en la toma de decisiones. El bloqueo a las cadenas de suministros en la crisis de Catar con sus vecinos, la explotación de yacimientos energéticos y de otras materias primas en América Latina, la relación con las corporaciones digitales o el fracaso de los nuevos acuerdos comerciales con Estados Unidos afectan a la cuenta de resultados. El problema se agrava porque la respuesta a cualquiera de estas situaciones requiere una regulación multinivel, que va desde las grandes urbes a los nuevos tratados comerciales. Pensemos en la reciente decisión de la ciudad de Nueva York. El Alcalde Bill Blasio presionará, a través de sus fondos de pensiones, a ExxonMobil, ConocoPhilips, Chevron, Royal Dutch Shell, BP y otras multinacionales a las que considera “contribuyentes netas del cambio climático” que empeoran la calidad de vida de la ciudad. Quiere que paguen parte de esa factura. Esta actividad multinivel contra la cuenta de resultados de las petroleras ofrece un caso práctico de cómo el cumplimiento de una legislación nacional no elimina la posibilidad de que otros actores impongan nuevas condiciones en el mercado, tengan o no la competencia atribuida.
Y hay más ejemplos en el otro lado del tablero. Tim Cook, Mark Zuckerberg o Sundar Pichai han criticado determinadas decisiones del presidente Trump, porque su silencio les perjudicaría en la cuenta de resultados y ante la opinión pública. La cuestión transgénero o el Muro con México son asimilables a la cuestión catalana o la crisis de los refugiados en el Mediterráneo. Empresas y directivos no pueden ponerse de perfil.
La política sí importa y no puede quedarse fuera del consejo de administración. El interés por la política es variado: la aminoración de riesgos en los nuevos mercados, la creación de alianzas, el entendimiento a través de la comunicación en sociedades multiculturales, la protección de los intereses en caso de conflicto de seguridad o una catástrofe medioambiental, la recogida de información o la comprensión del cambio geopolítico. Estas tareas se integran bajo el paraguas de la diplomacia corporativa, esto es, el desarrollo instrumental de la estrategia que ordena la relación con los poderes públicos y privados en la esfera internacional. Las empresas globales, cuya titularidad y accionariado apenas pueden vincularse a un territorio y un país, han de utilizar los métodos y las técnicas que antes eran patrimonio exclusivo de la diplomacia. La representación de los intereses ante los organismos internacionales o los gobiernos locales, la negociación con los agentes sociales para crear coaliciones sostenibles, la alianza con organizaciones no gubernamentales que operan sobre el terreno, la protección de los intereses ante injerencias o la promoción de los mismos ante el regulador local o el licitador internacional. Todo cabe en esta actividad río, cuyo objetivo es la generación de confianza, el incremento de la reputación y la gestión de la influencia política y social.
No es un reformulación de las relaciones institucionales, una acción social de bajo coste o un ejercicio aislado de lobby, sino la participación activa en los asuntos públicos internacionales. Y tiene que ser transparente. La rendición de cuentas, la integridad y la ética directiva sostienen la diplomacia corporativa, porque así lo demanda la opinión pública con campañas en redes sociales y porque el cumplimiento normativo ha extendido las responsabilidades penales. La corrupción, el soborno o el tráfico de influencias son delitos que acaban por salir a la luz y destruyen valor para el entorno ¡y el accionista! En este sentido, se persigue la legitimidad y la trazabilidad de las decisiones directivas y no la compra de voluntades a través de donaciones a los partidos o lo sindicatos. Mediante la colaboración inteligente con el regulador, se refuerza la seguridad jurídica de las inversiones. Es la aportación privada a la innovación en la gobernanza pública, que demanda menos puertas giratorias y más información cualitativa sobre los cambios en los mercados, la creación de empleo y las externalidades de la digitalización. La triangulación de los intereses de la política, la sociedad y la empresa privada encuentra acomodo en las capacidades diplomáticas.
En suma, la tarea directiva de la compañías globales tiene como misión generar una sobrenaturaleza que permita influir en las ideas, movilizar las opiniones, prever un cambio legislativo y valorar las actitudes de los gobiernos. Ante tanto cisne negro, veremos más y más diplomacia corporativa. Basta con que sigan leyendo el diario hoy –y mañana– y verán a qué me refiero.
Juan Luis Manfredi Sánchez es Profesor de Periodismo de la Universidad de Castilla-La Mancha. Autor de ‘Diplomacia corporativa: la nueva inteligencia directiva’