Lo que nos jugamos si flaqueamos con el 155
El precepto no suspende, sino restaura una autonomía dinamitada de facto por el Govern
Puigdemont optó ayer por no atender el requerimiento del presidente del Gobierno. En efecto, aun cuando el president de la Generalitat cerró su carta señalando que el Parlament no votó formalmente la independencia el pasado 10 de octubre, no puede olvidarse que Puigdemont asumió directamente el resultado del 1 de octubre y que la Ley del referéndum dispone, expresamente, que una mayoría de votos afirmativos “implica la independencia de Cataluña”. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el requerimiento del Gobierno no se limitaba a preguntar si se había declarado la independencia o no, sino que instaba al Gobierno autonómico a cesar en cualquier actuación dirigida a la promoción, avance o culminación del proceso tendente a la constitución de Cataluña como Estado independiente.
De ahí que más allá de la astucia desplegada en su carta (dirigida a intentar culpabilizar al Gobierno de España de la ausencia de diálogo) no quepa alegar duda razonable respecto de la negativa del Ejecutivo autonómico de volver al orden constitucional, con la consecuencia lógica de activación de los trámites para la aplicación del artículo 155 de la Constitución.
Como es sabido, el 155 (calcado del artículo 37 de la Constitución alemana) permite al Gobierno intervenir en una comunidad autónoma para tutelar el interés general de España, asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones. Para ello, el Gobierno debe aprobar las medidas que considere necesarias para restablecer la normalidad en Cataluña, y –previo debate parlamentario– someterlas a votación en el Senado, disponiendo al respecto la Constitución que para la aprobación de las medidas se necesita la mayoría absoluta de la Cámara Alta. Ahora bien la aplicación de este precepto no significa la suspensión de la autonomía, sino que está orientado a la restauración de la misma.
Si analizamos los hechos que se vienen sucediendo desde el pasado 6 de septiembre, podemos observar cómo los nacionalistas han incumplido la Constitución y el Estatuto, han vulnerado los derechos de los parlamentarios de la oposición, han violentado el Reglamento del Parlamento de Cataluña, han obviado la competencia del Consejo de Garantías Estatutarias (regulado en una ley catalana), han desobedecido conscientemente sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Superior de Justicia, han desviado ingentes recursos públicos a la realización de actos ilegales y han, incluso, suspendido el funcionamiento del propio Parlamento autonómico. Por si fuera poco, el comportamiento desplegado en estas semanas justifica que existan sospechas acerca del sometimiento a la ley de la policía autonómica.
En otras palabras, quienes han suspendido de facto el autogobierno de Cataluña han sido los políticos nacionalistas, que han utilizado las potestades que les confiere el ordenamiento para situar las instituciones catalanas por completo fuera del Derecho.
No se trata, como sostienen los nacionalistas, de contraponer legalidades (la del Estado y la catalana), de manera que al optar por esta última ya goza la actuación del Govern de cobertura legal. Como ha señalado el TC en su Sentencia sobre la Ley del referéndum –en un razonamiento que puede extenderse a todas las actuaciones del Gobierno autonómico relacionadas con el procés– nos encontramos con un rechazo explícito a la fuerza de obligar de la Constitución y el Estatuto de Autonomía, lo cual deriva en un comportamiento de las instituciones autonómicas desprovisto siquiera de la mera apariencia de juridicidad.
De este modo, en la medida en que la aplicación del artículo 155 de la Constitución está dirigida a reconducir la actuación de las instituciones autonómicas al marco constitucional puede afirmarse que este precepto es garantía de la autonomía política y no suspensión de la misma.
Al mismo tiempo, la actuación del Gobierno autonómico no solo conlleva situar a las instituciones autonómicas fuera del Derecho, sino que al mismo tiempo implica reducir el poder político a pura fuerza, comprometiendo los derechos de quienes vivimos en Cataluña. Así, rechazando el ordenamiento jurídico pretenden afirmar un poder que no reconoce límite alguno, el cual al negar expresamente el Derecho se niega a sí mismo como autoridad merecedora de acatamiento.
Con otras palabras, han cancelado la idea, fundamento del Estado de Derecho, de que cualquier ciudadano puede exigir al poder justificaciones de su comportamiento ante el Derecho, siendo esto lo que permite la conversión del hecho bruto del poder político en la idea técnica de la competencia legal.
Por ese motivo, no se trata únicamente de que las autoridades de la comunidad autónoma vuelvan a la legalidad, sino que esta restauración del orden constitucional y estatutario deviene requisito necesario para poder garantizar de modo eficaz los derechos de los ciudadanos.
Esta perspectiva no solo permite una mejor justificación de la intervención del Estado, sino que –a mi entender– puede servir también para orientar el alcance material de dicha intervención, que debe dirigirse a aquellos ámbitos de la competencia autonómica en los que esté comprometido, de un modo especialmente significativo, el respeto de los derechos de los ciudadanos.
La Constitución, que pretende organizar los poderes y garantizar los derechos para tutelar la dignidad de la persona y permitir el libre desarrollo de la personalidad, únicamente puede cumplir sus tareas allí donde consiga preservar su fuerza normativa. A ello, precisamente, sirve el artículo 155. Y a contrario, una renuncia a su aplicación para restaurar el orden jurídico implicaría una quiebra constitucional de imprevisibles consecuencias. Está en juego, por tanto, el futuro de los españoles.
Pablo Nuevo López es profesor de Derecho constitucional de la Universidad Abat Oliba CEU.