Lo que hemos aprendido de los errores de Caja Madrid
Se impone un crecimiento prudente de los balances, una morosidad más baja y mayor rigor corporativo
Difícilmente escribiría un artículo estos días sobre la extinta Caja Madrid y qué hemos aprendido desde aquellos días de no ser por el trágico fallecimiento de Miguel Blesa. No son estas líneas que repasen su trayectoria sino que se refieren a la Caja Madrid de los años de su gestión entre 1996 y 2009.
Caja Madrid fue una de las primera cajas de ahorros fundadas en España, en 1838, y 170 años después dejó de serlo. Con esa prolongada trayectoria resulta difícil argumentar –como se hace de forma excesivamente simple estos días– que los modelos de cajas de ahorros no eran eficientes ni cumplían un propósito especial. Lo que ocurrió, como sucede en otros ámbitos del entorno financiero y empresarial, es que ese modelo se desnaturalizó y lo que debían ser mecanismos de control amplio se convirtieron en instrumentos de gestión política, cada vez más acentuada. Precisamente la segunda parte de la década de 1990 y hasta 2006 fue una época de desarrollo local y explotación del suelo desaforada, con una promoción desorbitada y con un aliento crediticio desproporcionado. Caja Madrid no fue excepción. Y ese fue un error común a otras entidades en España y otros países.
Incluso cuando la crisis ya era evidente, se emprendieron negocios impropios de una entidad que tenía que empezar a pensar en saneamiento y reestructuración, como la compra en 2008 del 83% del City National Bank, con sede en Florida, por 628 millones de euros. Pero esta es solo una anécdota en la maraña de problemas financieros que iba a encontrar la institución. Una de las cuestiones que hizo particularmente agudo el papel de la caja fue la fuerte exposición al crédito hipotecario, pero sobre todo al de promoción inmobiliaria. Pero en este caso particular se agravó por grandes operaciones de concentración de riesgos en alguna de las mayores (y a la postre más problemáticas) empresas de construcción españolas. Buena parte de ellas fue a la quiebra dejando un legado muy pesado para la entidad. Por si este problema no fuera suficientemente agudo, se evidenciaron pronto inadecuadas representaciones de miembros del sector de construcción y promoción inmobiliaria en los órganos de gestión, si bien esta fue una de las cuestiones que más contestación iba a provocar y tuvo que ser pronto corregida.
Cuando su particular burbuja explotó, Caja Madrid se enfrentaba a tasas de morosidad difíciles de remontar sin algún tipo de reconversión. En su cartera de préstamos se conjugaban todos los problemas habidos y por haber del catálogo de sospechosos habituales en una crisis inmobiliaria: préstamos a promoción, hipotecas sin adecuada cobertura. En una proporción significativa de estos créditos –como posteriormente se evidenció– no había garantías suficientes ni aparentemente una evaluación de la capacidad de pago contrastada, lo que convertía muchas de las operaciones en actividades subprime al más puro estilo de la crisis norteamericana.
También fue desgraciada la emisión y circulación de participaciones preferentes, principalmente entre 2005 y 2007, con las disputas y consecuencias que luego se generaron y que ya han sido largo debatidas. Mucho podría decirse también sobre otros ámbitos polémicos de la gestión, con episodios tan funestos como el de las tarjetas black, tan desdichado como poco ético. Pero tomando como referencia el caso de Caja Madrid, la gran pregunta es qué hemos aprendido. Y la respuesta resulta hasta cierto punto satisfactoria. Con la implantación de la nueva normativa de la Directiva sobre Mercados de Instrumentos Financieros (la llamada Mifid II) será complicado que los bancos puedan vender productos inadecuados a sus clientes o que estos puedan alegar desconocimiento de las condiciones. De forma similar, resulta evidente que se está avanzando hacia la consolidación de garantías y mejora de condiciones en contratos hipotecarios.
En cuanto al crédito y su calidad, la morosidad se está reduciendo de forma acelerada en España y en mayo ya se llegó al 8,7% (desde el 13,6% de diciembre de 2003). Se impone el crecimiento prudente del balance porque los españoles aún está devolviendo gran parte de la excesiva deuda acumulada en los años anteriores a la crisis.
También hay más exigencias en materia de gobierno corporativo. Han aumentado los sistemas de control y las garantías exigidas para formar parte de los órganos de administración, así como la información que es preciso reportar de forma continua para evitar problemas de conflictos de interés, entre otros.
Tomando a esa Caja Madrid como referencia, su recuperación dentro de la corporación Bankia está resultando un caso de éxito en el sector bancario, consolidando una de las bases de clientes más importantes de España. Y ahí es precisamente donde se establece el antes y el después: las entidades financieras tienen que lograr recuperar la confianza de los clientes y, tras la crisis, esto debe ser una conjunción de dos factores, principalmente. Por un lado, su propio esfuerzo de transparencia y gestión, aportando de forma competitiva servicios y atención con elevado valor añadido, recuperando el foco sobre productos minoristas, adecuados para cada tipo de cliente, sin sofisticaciones ni venta cruzada de productos inadecuados para el entendimiento o el perfil de riesgo de la mayoría de los clientes.
Por otro lado, el esfuerzo regulatorio, delimitando qué productos y servicios deben ofrecerse, en qué condiciones y con qué garantías informativas. En estas dos avenidas, la propia y la regulatoria, se ha avanzado de forma importante en los últimos años.
Santiago Carbó es Catedrático de Economía de Cunef y director de Estudios Financieros de Funcas