Cláusulas suelo, abogado general y Tribunal Supremo
La degradación de la hipoteca, evidenciada por la dificultad de colocar el producto en el mercado secundario, va a repercutir sobre los menos favorecidos
Urge este comentario al hilo de distorsionadas informaciones leídas con ocasión del dictamen emitido por el abogado general ante el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), donde se dilucida la conformidad al Derecho de la Unión de la decisión de la Sala Primera del Tribunal Supremo de limitar retroactivamente la eficacia claudicatoria de las cláusulas suelo. Debate en el cual, mediática e interesadamente, se había predeterminado fatalmente el resultado. A veces de forma insólita, como fue la extravagante injerencia de la Comisión en la labor del TJUE propiciando la apertura de un expediente al Gobierno de España ante lo decidido por su Tribunal Supremo.
Y no encuentro excesivas razones para rasgarse las vestiduras como tantos, a favor de vientos populistas, han hecho. Parece evidente que en tanto no dictó el Supremo la sentencia de 9 de mayo de 2013, la eventual, que no universal, nulidad de este clausulado realmente no sabíamos que adolecía de tal mal.
Tampoco tenían conciencia de ello muchos de los hipotecados que accedieron a la propiedad de su vivienda mediante este mecanismo de financiación y que, ignorantes de la abusividad, afrontan puntualmente la que creían era su obligación. “Ojalá tengamos ese problema”, se escuchaba en alguna notaría, tras comprender el alcance de la cláusula suelo en términos incompatibles con su nulidad.
El comentario surge porque la noticia, como es presentada a la ciudadanía, revela un pulso entre la banca y los consumidores en el cual, subliminalmente, parece inducirse que el Tribunal Supremo había optado por el poderoso frente a la alternativa tutela del oprimido. Nada más lejos de la realidad, pues difícilmente se encontrará en Europa un alto tribunal que, como el nuestro, haya avanzado tanto –incluso excesivamente– en la protección del consumidor hipotecado.
De esta manera, lo que Paolo Mengozzi, abogado general, ha concluido es que desde una perspectiva jurídica la doctrina de la Sala Primera era plenamente respetuosa con la Directiva 93/13 y con la necesaria proyección futura del disuasorio principio de efectividad. La conclusión no ha gustado a quienes vendieron, antes de cazarlo, la piel de un oso quizás inexistente: entre ellos, una minoritaria pero mercantilizada abogacía que, abanderada por Ausbanc, atisbaba un fecundo nicho de mercado.
Sin abandonar la juridicidad, escasamente mediática, apuntaré que resultaba más opinable la nulidad de este clausulado que la limitación temporal de sus efectos. Para acceder a aquella se pergeña un control de incorporación que realmente supone el control de contenido de un elemento económico básico del contrato. De distinta manera, la irretroactividad derivaba de una lógica aplastante que los críticos de la Sala no quisieron ver y que esta no pudo explicitar: es el propio Supremo quien propicia la génesis de ese control, no amparado por el artículo 4.2 de la directiva, rindiendo inaceptable la aplicación retroactiva de una exégesis nomofiláctica, surgida ex novo, y hasta entonces imprevisible para los operadores. Dicho en términos más francos, concluiríamos que la nulidad de este clausulado no brota tanto de la Directiva 93/13 como de la doctrina legal de la Sala que dio un gigantesco paso en la defensa del consumidor atajando una praxis hasta entonces generalizadamente aceptada. La nulidad ha de aplicarse retroactivamente, pero no la regla que la crea.
Valorando estos sucedidos debemos precavernos frente a algo fácilmente intuible conocido el escaso valor actual del dinero que muchos no tienen, pero necesitan. Y es sabido –se lo escuché a don Manuel Isidro, emprendedor emblemático– que “para el pobre no hay interés alto”.
Ciertamente, aun en su más generosa aplicación, el Derecho del consumo apenas puede corregir los desequilibrios económicos del contrato –tan solo incide sobre los normativos–, regidos aquellos por las leyes del mercado. El precio vil pero inequívoco nunca se cuestionó por el Derecho civil, tampoco por las normas de consumo. Hay que buscar alternativas tuitivas.
Ante esta realidad es fácil prever que el debate inmediato versará sobre la abusividad de los intereses remuneratorios que, ante la carencia de crédito, vemos cada vez con más frecuencia en papeles y escrituras. La degradación de la hipoteca, evidenciada por la dificultad de colocar el producto en el mercado secundario, va a repercutir sobre los menos favorecidos, obligados a acudir a medios de financiación ajenos a los tradicionales, tan denostados estos como eficaces. Se tiene noticia de prestamistas de diversa índole que buscan rentabilizar el paso del tiempo conviniendo réditos hoy faraónicos e imponiendo un 5%, un 7%, un 9% o un 14,99%: era este último el tipo cuestionado en la resolución de la Dirección General de Registros y Notariado de 7 de abril de 2016. Interés diáfanamente expresado que el usuario más indolente comprende y donde no alcanzan los controles de la directiva aun generosamente interpretados por la Sala Primera del Supremo.
Tal situación tan solo puede ser atajada con la ley Azcárate de 1908, émula decimonónica de la actual abusividad, por lo que debemos alentar al legislador, ya que si no se preocupa de su inmediato aggiornamento, la Sala Primera se verá obligada a hacerlo colocando el umbral de la usura donde convenga a la justicia del caso de lo que ya nos ha dado indiciaria noticia en la sentencia del Supremo de 25 de noviembre de 2015. Y luego que no se quejen.
Vicente Guilarte Gutiérrez es Catedrático de Derecho civil