_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Joan Robinson y la guerra de divisas

Una bifurcación de la crisis económica es la conocida como guerra de divisas, que Joan Robinson llamó “políticas para empobrecer al vecino” o para exportar desempleo. El ministro de Finanzas brasileño, Guido Mantega, la utilizó en 2010 para alertar de las devaluaciones competitivas, como una de las vías abiertas para mantener baja la cotización de las monedas con el propósito de aumentar la ventaja competitiva de las exportaciones. El problema surge cuando los países la adoptan simultáneamente y entonces se produce el deterioro de las exportaciones, lo cual amenaza con derivar en una guerra comercial, algo sucedido durante los duros años de 1930, que llevó al proteccionismo comercial, cuyo impacto prolongó casi una década la Gran Depresión.

Desde el estallido de la Gran Recesión, muchos han sido los llamamientos para eludir una repetición de los errores cometidos durante la Gran Depresión y evitar una espiral de devaluaciones competitivas que dificultan la salida de la crisis. El problema de las devaluaciones competitivas, o las guerras de divisas generales, no tardan en aparecer cuando hay demasiados agentes en una economía global que quieren debilitar sus divisas. No todos los países pueden tener una divisa débil para así conseguir potenciar sus exportaciones.

Así lo han comprendido los ministros de Economía y Finanzas de los países del G20 en la reunión de Ankara (septiembre, 2015), donde se comprometieron a “evitar una guerra de divisas”, en un contexto de preocupación por la ralentización económica de China, que de hecho está afectando al crecimiento económico global. Es el caso de los países emergentes, pero también de los desarrollados, como Canadá, que al igual que Brasil, han entrado técnicamente en recesión tras acumular dos trimestres consecutivos de contracción.

Teniendo en cuenta que China es la fábrica del mundo, un frenazo mayor de lo previsto en su crecimiento económico, que en 2015 será, según cálculos oficiales, del 7%, el ritmo más lento en 25 años, y que la inflación se ha moderado hasta situarse por debajo del 1%, la tasa más reducida desde 2009, hizo temer a las autoridades que el enfriamiento vaya a más y provocase un escenario deflacionista.

En consecuencia, China llevó a cabo tres devaluaciones consecutivas en agosto de 2015, que debilitó en un 4,4% al yuan frente al dólar. La medida fue calificada por el regulador monetario como una “depreciación excepcional”, con el objetivo de que el tipo de cambio “refleje mejor las fuerzas del mercado”. Este movimiento, provocó en los mercados internacionales importantes caídas en las Bolsas más importantes del mundo. Por ello, durante el G20, el ministro de Finanzas chino centró su discurso en calmar los temores sobre los efectos del frenazo de su economía que, por cierto, causa inquietud en América Latina, que percibe al gigante asiático como una solución a sus problemas y ahora descubre sus riesgos.

A la situación china se une el temido anuncio de una pronta subida de los tipos de interés en Estados Unidos. La Fed dijo que las condiciones para una normalización de los mercados financieros se están acercando, unas palabras que dejan totalmente abiertas las puertas para los cambios largamente anunciados y esperados en septiembre. Aquí se encuentra el nudo gordiano que inteligentemente se debe saber deshacer, pues condiciona la recuperación de la economía mundial, cuyos efectos se están haciendo notar con fuerza en los países emergentes, como es el caso apuntado de Brasil, primer socio comercial de China, cuando tradicionalmente lo era Argentina.

Por consiguiente, si en un entorno de tipos muy bajos la escalada de devaluaciones competitivas no se detiene, se corre el alto riesgo de entrar en una oleada masiva de deflación en todo el planeta. Al respecto, los ministros de Finanzas del G20 coincidieron en que depender excesivamente de dinero barato obtenido por la aplicación de políticas monetarias expansivas de los bancos centrales no conduce a un crecimiento equilibrado, por lo cual, consideran que las tasas de interés deben subir ante un repunte de la actividad económica. Actividad que ya se ha producido en la economía norteamericana, razón por la cual el G20 se prepara para una subida de tipos en Estados Unidos. “Tomamos nota de que un endurecimiento de la política monetaria es más probable en algunas economías avanzadas”, anunciaba el comunicado de la reunión de ministros de Economía de los países del G20.

La experiencia dice que para ganar una guerra de divisas es necesario que otro país o países la pierdan. Una guerra de divisas no puede ser la solución para combatir un crecimiento ralentizado, y menos aún cuando este se perpetúa en el tiempo. Si no se produce un crecimiento sostenible basado en la inversión productiva, las devaluaciones competitivas consisten simplemente en tratar, como afirmaba Joan Robinson, de empobrecer al vecino. Como tal, se trata de un juego de suma cero a escala mundial, en el que nadie llegará demasiado lejos. Si se lleva a cabo la guerra de divisas hasta sus últimas consecuencias se corre el riesgo de que se intensifique y se conviertan en guerras de protección del comercio.

Ramón Casilda Béjar es Autor del libro ‘Crisis y reinvención del capitalismo’.

Archivado En

_
_