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El Foco
Tribuna
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‘Nihil novum sub sole’

Lo que pasó volverá a pasar, lo que ocurrió volverá a ocurrir: nada hay nuevo bajo el sol”, podemos leer en la Biblia (Eclesiastés 1,9). Como si se tratara de una terrible advertencia que resiste el paso de los siglos, muchos se afanan en que ese mandato/profecía se haga realidad también ahora, cada día, y en recordarlo de vez en vez, cuando las repetidas crisis parecen agotarse y los que mandan –erre que erre– deciden que, alejado el peligro, es tiempo de seguir como antes porque nada ha cambiado tanto; que volver a las andadas y seguir abusando de los débiles y cometiendo tropelías es el camino más seguro para seguir progresando de aquella forma; que las cosas son como son y que, por mucho que nos empeñemos, nada puede mudar en demasía porque los mercados nos siguen diciendo que el dinero no es –como debiera– un mero instrumento, sino que lo hemos convertido en principio y fin, en un objetivo irrenunciable y en el nuevo becerro de oro al que todos adoran.

Los que forman parte de la casta de los sumos sacerdotes financieros (y los que se creen tales, incluidos los tertulianos todólogos) utilizan a sabiendas un lenguaje que solo entienden ellos mismos; marcan las reglas de juego y fijan las normas para apabullar a los ciudadanos de a pie que siguen soñando en un mundo mejor y diferente, más justo y capaz de ofrecer igualdad de oportunidades. El poder no lo controlan los políticos y la política, dice Bauman, carece de poder para cambiar nada.

Minados por los escándalos y por una notoria y general desconfianza hacia ellos mismos y su gestión, los políticos –se llaman a sí mismos servidores de la cosa pública– han olvidado por el camino el poder transformador que la propia Política, con mayúsculas, debería atesorar, y se empeñan en crear problemas, no en resolverlos, y en hacer lo imposible para ganar elecciones sin, como sería su obligación, trabajar para ofrecer soluciones a las futuras generaciones y dar la necesaria e inmediata respuesta a las legítimas demandas de los ciudadanos, destrozados por el desempleo, la creciente desigualdad, la desesperanza y la lucha contra la corrupción, una lacra instalada entre nosotros como la cosa más natural del mundo.

Con estos antecedentes, y con una crisis que no parece acabar nunca, de pronto, como quien no quiere la cosa, nada hay nuevo bajo el sol. Aparecen ahora consultores que con una extraña y pretendida ironía, y en nombre de posibles accionistas, ejecutivos e inversionistas, demandan a las empresas que se comience a “evaluar el retorno de las ingentes cantidades de dinero simplemente gastadas y no invertidas en proyectos sociales externos”, como se ha publicado recientemente en este diario. Y, claro, esto suena a lo que Milton Friedman dijera hace casi 50 años, que la responsabilidad social solo debería maximizar el beneficio para el accionista. Seguramente, en aquellos tiempos, el creador de la escuela de Chicago, y premio Nobel de Economía, creyó en lo que decía (la honestidad intelectual se supone) y no seremos nosotros quienes cometamos el error de juzgar el pasado con los ojos del presente, porque podríamos equivocarnos, tanto como los consultores que, cogiendo el rábano por las hojas, se empeñan en hablar de responsabilidad social cuando se están refiriendo a acción social, patrocinio, filantropía o vaya usted a saber. Y eso no es responsabilidad social, sino otra cosa; y esos consultores deberían conocer la diferencia, y probablemente la saben...

Con estos antecedentes, y con una crisis que no parece acabar nunca, nada hay nuevo bajo el sol

Si no se avanza recordando, se tropieza; no deberíamos olvidar que vivimos en medio de una crisis histórica seguramente más profunda de lo que aparenta, que va más allá de los padecimientos que ha infligido a millones de personas y de lo que todavía aparenta y colea. Nos atrapa la fuerza emergente de la opinión pública y de las redes sociales, y sabemos que algunas instituciones clave, como la religión, la política o la educación, necesitan redefinirse y encontrar su lugar; nos constriñe y nos apasiona la discutida globalización, la amenaza terrorista, la irresuelta emigración, las inequidades, la creciente desigualdad y el desempleo o el trabajo indigno.

Con este panorama, cuesta trabajo creer que sea posible para las empresas (quien tiene el poder tiene también la responsabilidad) mantenerse en el futuro cómodamente y sin compromisos externos. Hay en todo esto, y en esta época nueva, un fondo de trascendencia histórica y las empresas/instituciones –y sus dirigentes– van a tener que desempeñar un papel central en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social. Lo quieran o no.

La responsabilidad social ya no es acción social, aunque todos confundiéramos los conceptos

En el siglo XXI la responsabilidad social ya no es acción social, aunque no hace tantos años todos confundiéramos los conceptos; ni es tan solo una nueva forma de gestionar las empresas y las instituciones, que también, es, sobre todo, diálogo, compromiso y ofrecer respuestas ciertas a las legítimas preocupaciones ciudadanas, además de estricto cumplimiento de la ley, transparencia y comportamiento ético. Ha llovido mucho desde los años setenta del siglo pasado como para no darse cuenta del papel que hoy les toca representar a las empresas y a las instituciones en el desarrollo económico y social, en el común que a todos nos importa. Y ciudadanos, corporaciones, instituciones, sociedad civil y líderes deberíamos esforzarnos por definir, aquí y ahora, aquellos principios y valores, aquellas cuestiones que pro domo sua, por nuestro propio interés, a todos conviene. Esa es también nuestra responsabilidad y una obligación de futuro, la de todos y cada uno de nosotros.

Y no confundamos más, por favor: dar cuentas del dinero que se gasta o se invierte en acción social es una obligación estricta, claro que sí; no es una ofensa ni una indignidad, pero ese es otro tema, y tampoco tiene que ver con la responsabilidad social. Como nos dejó escrito hace casi cien años Antonio Machado, “todo necio confunde valor y precio”...

Juan José Almagro es Doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

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