_
_
_
_
_
El Foco
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

‘El jardinero fiel’ y las patentes

Los laboratorios farmacéuticos no gozan de la mejor imagen posible, con razón o sin ella. Muchas personas encuentran difícil de aceptar los grandes beneficios de esas compañías mientras se dispara el coste de los medicamentos o se dificulta su acceso. En la novela de John LeCarré El jardinero fiel, llevada al cine por Fernando Meirelles, leemos: “Las píldoras de este recipiente cuestan 20 dólares americanos cada una en Nairobi, 6 en Nueva York y 18 en Manila. Cualquier día, la India empezará a fabricar la versión genérica y la misma píldora costará 60 centavos. No me hables de los costes de investigación y desarrollo. Los chicos de las farmacéuticas los amortizaron hace diez años y para empezar una gran parte de su dinero viene de los Gobiernos, así que todo eso que dicen son chorradas. ¿De acuerdo?”

La protección de laexplotación comercial se ha justificado por la necesidad de financiar la I+D+i

Las patentes de productos farmacéuticos, y la consecuente protección de explotación comercial durante un periodo de tiempo, se han justificado tradicionalmente por la necesidad de la industria de financiar los gastos en innovación, investigación y desarrollo. Es incuestionable que la patente garantiza la inversión privada. Pero esta justificación no es generalizable en todos los términos y a todos los casos. La necesidad resulta menos conciliable, por ejemplo, cuando un laboratorio compra una patente fruto de investigaciones en una universidad. En este caso, la compañía farmacéutica no ha invertido en gastos de investigación, limitándose a adquirir un producto patentado y a buscar el mayor beneficio económico de su inversión financiera. Un puro negocio, por supuesto legal, pero que al desarrollarse en el tristemente llamado mercado de la salud, convierte a esta en objeto de tráfico comercial y sometida, sobre todo, a las leyes de la máxima rentabilidad. ¿Negocio como tantos otros o acceso a la salud y cuidados? ¿Qué papel debe asumir la Administración? ¿Financiar la innovación y/o garantizar los precios más competitivos posibles?

En un reciente debate organizado por El Confidencial sobre el precio de los medicamentos que implican innovaciones terapéuticas, un responsable de Pfizer relativizó con frialdad que el coste de un nuevo medicamento, fruto de años de I+D, fuera caro: “¿Cuánto estarían dispuestas a pagar las familias por un fármaco que paliase los efectos del alzhéimer?” Y, además de las familias, la Administración, cabría añadir. Pero no se trata de cuánto se paga o cobra, sino de cómo hacemos para que el precio, justificado o no, no haga prohibitiva e inaccesible la medicina para unos y otros, en particular en el caso de las enfermedades más graves. Y en este punto la duración de la patente es clave.

El fin de la protección de una patente significa la entrada en competencia de los medicamentos genéricos. La inmediata consecuencia es una importante reducción del precio y un mayor acceso al tratamiento, que beneficia a los enfermos y también a los ciudadanos, pues reduce significativamente el gasto farmacéutico en nuestro sistema de salud. Por tanto, si se alarga la protección en el tiempo de la patente, mayor beneficio económico para el laboratorio farmacéutico, pero mayor coste para todos los demás.

¿Cómo ha evolucionado el marco legislativo en nuestro país ante esta cuestión?

Antes de nuestra adhesión, con efectos 1 de enero 1986, a la entonces Comunidad Económica Europea, regía en España el Estatuto de la Propiedad Industrial, que no admitía la patentabilidad de productos farmacéuticos.

En 1986 se publica la Ley 11/1986 de Patentes que, autorizando las patentes de invenciones de procedimiento, establecía la prohibición de patentes de productos químicos y farmacéuticos antes del 7 octubre 1992. Mediante Instrumento de 10 de julio 1986, España se adhiere al Convenio Europeo de Patentes (CEP), y formula la reserva de “no surtirán efecto en España las patentes europeas en la medida que confieran protección a los productos químicos y farmacéuticos como tales”, obteniendo así prórroga de la entrada en vigor del CEP hasta el 7 octubre 1992.

En tratamientos de especial gravedad es imprescindible poner coto a la ambición de ciertas compañías

El problema surgió con la ratificación por España, el 30 diciembre 1994, del Acuerdo sobre los Aspectos de Derecho de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). Su artículo 27 permite patentes de todas las invenciones, sean de productos o de procedimientos, regulando el artículo 70 las situaciones de derecho transitorio. ¿Qué ocurre con las patentes, solicitadas en España antes del 7 octubre 1992, que no eran invenciones de productos farmacéuticos?

Si se considera que en aplicación del ADPIC, las patentes de procedimiento antes de 1992 debían ser consideradas también de producto, tras la entrada en vigor de dicho Acuerdo, ello significaría que un laboratorio vería protegida y alargada su patente de invención, transformada de producto farmacéutico, por un plazo temporal importante.

La cuestión enfrentó en los tribunales a las compañías titulares de patentes, que querían extender al máximo la exclusividad temporal de un medicamento, y a los fabricantes de genéricos, deseosos de ofrecer dicho producto en régimen de competencia cuanto antes. La Administración, por su parte, se mantuvo ajena a esta judicialización aunque era evidente la oportunidad que se abría de garantizar acceso y disminuir el gasto farmacéutico en al menos dos mil millones de euros.

El tema se zanja judicialmente en España en favor de ciertas compañías farmacéuticas con las sentencias del Tribunal Supremo, de 10 de mayo y 11 de noviembre 2011, que, interpretando el Acuerdo ADPIC y en especial sus artículos 27 y 70, concluye que no se puede discriminar entre patentes de procedimientos y de productos y que las de procedimiento debían ser consideradas como de producto, con la consiguiente protección temporal. ¿Y qué ocurrió en Europa?

El mismo año 2011, en otro Estado europeo, Grecia, y en un asunto de similares características, el Tribunal de Primera Instancia de Atenas tuvo dudas y decidió acudir al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) planteando cuestiones prejudiciales sobre la naturaleza del ADPIC y sobre la interpretación a dar a los artículos 27 y 70 del mismo. La respuesta del TJUE, por sentencia del 18 julio 2013, fue exactamente la opuesta a la decisión judicial española. Tras declarar que el Acuerdo ADPIC pertenece al ámbito de la política comercial común y es competencia exclusiva de la Unión, afirma claramente que su aplicación no supone que las patentes concedidas únicamente para los procedimientos de fabricación de productos protejan las invenciones de los productos en sí mismos.

Es decir, en España, Estado miembro de la UE, asuntos sobre un objeto y unas partes, se resolvieron exactamente de forma opuesta a lo decidido por el TJUE en asuntos planteados en otro Estado miembro, con idéntico objeto y mismas partes. Llamativo.

Si en estos casos un órgano judicial español hubiese acudido a consultar al TJUE, puede que algunos laboratorios hubieran dejado de ingresar miles de millones de euros por la prórroga temporal y exclusiva de la protección de sus patentes, pero los pacientes habrían tenido acceso a medicamentos a precios más favorables y la Administración, con la entrada a tiempo de genéricos, se habría ahorrado también centenares de miles de euros en gasto farmacéutico.

Es cierto que los genéricos han alcanzado ya en nuestro país una cuota de mercado significativa pero no lo es menos que cuando concierne a tratamientos de especial gravedad, como es el caso reciente de la Hepatitis C, es imprescindible poner coto a la ambición de ciertas compañías y grupos de presión centrados en la máxima rentabilidad en mercados, geográficos y de producto, socialmente sensibles. Y es obligada la mayor diligencia de la Administración pública y de justicia en la gestión de nuestros dineros y en la defensa de algo tan de interés general como es la salud de los ciudadanos.

Gonzalo de la Riva es abogado y economista.

Newsletters

Inscríbete para recibir la información económica exclusiva y las noticias financieras más relevantes para ti
¡Apúntate!

Archivado En

_
_