¿Estancamiento secular?
Durante los años ochenta, Robert Triffin criticó el funcionamiento del sistema monetario europeo debido al sesgo deflacionista que provocaba en los países con déficit, pues hacía recaer sobre ellos la mayor parte del ajuste mientras que liberaba del mismo a los países superavitarios al eximirlos de modificar sus políticas macroeconómicas y revaluar sus tipos de cambio. Esta presión deflacionista actuaba como una camisa de fuerza sobre las economías deficitarias de la periferia, condenándolas a crecer a tasas inferiores a su crecimiento potencial.
Hoy día, la eurozona está viviendo una situación análoga, en la que un país como España ha corregido su déficit exterior mientras que Alemania sigue exhibiendo un amplio superávit. Lo más grave, sin embargo, reside en el deterioro de las expectativas de contracción económica y de inflación. Si nadie lo remedia, pronto nos encontraremos al filo de la deflación y con perspectivas de que se instale entre nosotros lo que Larry Summers ha denominado el estancamiento secular. A nivel mundial, se trataría de una década perdida durante la cual el crecimiento económico no vendría impulsado por vibraciones genuinas de la productividad –como ocurrió durante el periodo de la gran moderación (1987-2007)–, sino por estímulos monetarios artificiales inducidos por políticas extremadamente laxas que alimentarían nuevas burbujas en los mercados de activos financieros y reales.
En cuanto a la eurozona, estas lúgubres expectativas de crecimiento e inflación han provocado que los inversores se refugien en los activos más seguros del mercado de renta fija, como los bonos, a pesar de la caída de su rentabilidad. Esta reducción de tipos nominales ha situado a los tipos de interés reales en niveles históricamente bajos. Quizás sea este uno de los síntomas más inquietantes para la eurozona, aunque también lo es a nivel global. Para los neokeynesianos refleja el exceso de ahorro mundial que no encuentra activos seguros donde invertir; para los neoclásicos se trata más bien del resultado de políticas excesivamente laxas que han alimentado el abultado endeudamiento actual y las futuras burbujas en los mercados de activos financieros y reales.
El problema principal de la eurozona sigue siendo el endeudamiento privado y público que restringe nuestra capacidad para crecer, pues nos obliga a avanzar en la consolidación fiscal en un contexto de estancamiento, tasas de desempleo socialmente intolerables, salarios reales deprimidos, y una preocupante falta de apetito inversor del sector privado. Una posible solución consistiría en la eventual reestructuración de la deuda pública y privada, pero dado los intereses en juego y el impacto que podría desencadenar sobre los flujos de capitales y la oferta de crédito, sería necesario que no solo fuese políticamente realizable, sino también económicamente eficiente, y se aplicase mediante reglas y procedimientos cuidadosamente diseñados para no agravar aquellos problemas que busca resolver, ni conducir a nuevas crisis bancarias. Este es el doble objetivo de la propuesta de Pâris y Wyplosz (Padre, Politically Acceptable Debt Restructuring in the Eurozone).
Mientras tanto, la estrategia de Draghi compromete al BCE a realizar compras directas de valores respaldados por deuda privada para diversificar los canales de liquidez, desatascar el crédito, estimular la inversión privada, generar empleo, e impulsar el consumo. Draghi también apoya el amplio programa de inversiones público-privadas de 315.000 millones de euros del plan Juncker, y reclama de los Estados miembros reformas estructurales, así como una mayor coordinación de unas políticas fiscales que sean más favorables al crecimiento, reduzcan impuestos allí donde el multiplicador sea mayor y recorten gasto improductivo.
Sin embargo, como he subrayado en El fracaso de las élites, el problema de fondo de la eurozona radica en su diseño institucional defectuoso. Ante una situación que desborda la capacidad de acción del Estado-nación –y a diferencia de EE UU y Reino Unido–, las élites europeas son incapaces de gestionar de forma compartida una salida de la eurocrisis que, llegado el caso, pudiese incluso abordar una reestructuración de la deuda o la compra por parte del BCE de la deuda de las empresas privadas, como hizo EE UU después de la crisis financiera.
Si queremos estimular la inversión privada, más que el propio plan Juncker –de dudosa eficacia, debido a su elevado apalancamiento implícito– y otras políticas de expansión de la demanda, es urgente que el BCE se decida a comprar deuda de empresas. Así, estas quedarían liberadas de la losa que supone tener que hacer frente a tipos de interés relativamente elevados y, sobre todo, de la creciente incertidumbre que se cierne sobre la renovación de los créditos que reciben de los bancos para refinanciarse, cuando estos últimos se financian del BCE de forma casi gratuita. Sin olvidar, además, que mantener vivo el proyecto europeo exige reforzar la legitimación política de las instituciones europeas y de sus procedimientos para que no se violen las reglas de la democracia y podamos avanzar hacia una mayor integración fiscal, bancaria y capacidad de financiación de los Tesoros públicos.
Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valenciay miembro de AFEMCUAL.