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Columna
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Más cerca, separados

Incluso los nacionalistas escoceses parecen aceptar que la independencia es un concepto relativo. Planean dejar una unión británica de 300 años de edad y se comprometen a unirse a una europea más reciente y más débil. Un sí a la independencia podría ser interpretado así por los defensores fervientes del proyecto europeo como un signo alentador de que la causa no está perdida. Pero la posibilidad de que ello pudiese envalentonar a los demás, en otros lugares, explica la reticencia de los escasos funcionarios europeos que han opinado sobre el tema. Los catalanes quieren un referéndum que el Gobierno español considera inconstitucional. Entonces, ¿qué ocurriría si vascos, corsos, flamencos y la Liga Norte de Italia comienzan a exigir la independencia en toda regla, con o sin la aprobación de sus Gobiernos nacionales?

El riesgo es discutible por ahora. Pero los planes de Escocia muestran cómo las fronteras del Estado-nación tradicional se han difuminado, especialmente en Europa. El libre comercio y, dentro de la UE, el mercado único han despojado a los Gobiernos nacionales de gran parte de su poder económico. Décadas de paz, el fin de la guerra fría y el advenimiento de las alianzas internacionales han disminuido la importancia de un ejército nacional, una de las razones de ser del Estado-nación. Los Gobiernos nacionales siguen siendo importantes, pero el poder regional va en aumento en todos los Estados miembros de la UE. En todo caso, a excepción de Escocia y Cataluña, el empuje nacionalista se ha ido desvaneciendo, gracias en parte a las reformas que han asignado más poderes a las regiones de Europa. Los informes sobre la muerte del Estado-nación son exageradas, pero la política nacional padece una crisis de identidad en casi todas partes. El auge de los partidos, antieuro populistas, es, en parte, una prueba. Pero las regiones que pretenden una mayor autonomía quieren permanecer con todas sus fuerzas en la Unión Europea.

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