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Tribuna
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Los interesados de la sanidad

Debido a la dificultad de satisfacer simultáneamente las reivindicaciones y las expectativas de todos los interesados de una organización, resulta habitual que surjan conflictos de objetivos en el proceso de planificación estratégica. Sin embargo, solo aquellos conflictos que no logran encauzarse mediante soluciones integradoras acaban generando tensiones y afectando a su viabilidad. Como algo de esto parece estar sucediendo en la sanidad madrileña, haremos un breve análisis de las expectativas de los principales grupos de interés.

Los trabajadores son profesionales especialistas que ejercen vocacionalmente una función muy valorada socialmente y poco reconocida por la organización donde prestan sus servicios. Tienen el apoyo de las organizaciones profesionales y, a pesar del inadecuado marco laboral, la falta de planificación y la ausencia de mecanismos eficaces de gestión, han asumido con responsabilidad las demandas del resto de los interesados. Priorizan la eficacia asistencial a la eficacia contable y no parece que las reivindicaciones de este colectivo se orienten a mantener unos privilegios que no disfrutan, sino a defender una gestión profesionalizada exenta de las exigencias propias de los mercados. La marea blanca, que representa el hartazgo y la frustración ante tanto desacierto durante tanto tiempo, reclama apoyo de la sociedad y exige racionalidad a los políticos. En terminología de Mitchell: gozan de legitimidad, tienen voluntad de influir (urgencia), pero tienen muy limitada su capacidad de decisión (poder). Es un grupo de interesados expectante al que resultará difícil eludir.

En atención primaria, los directivos son primus inter pares del resto de compañeros y, en el ámbito hospitalario, personal de confianza con escaso perfil gestor. Los verdaderos dirigentes son los responsables políticos, los que ocupan puestos de medalla en el pódium de las preocupaciones ciudadanas. Ofrecen un triste balance: tres legislaturas perdidas gestionando la sanidad entre inauguraciones, escándalos, decisiones polémicas y protestas continuas.

Su apuesta por la gestión privada tiene motivación económica pero lleva implícita una confesión de incapacidad gerencial para asumir un servicio público, una declaración de intenciones ideológica, una excesiva servidumbre presupuestaria, una inconfesable falta de ideas alternativas, una inaceptable subcontratación de responsabilidades esenciales y una insoportable dosis de inmoralidad de algunos exresponsables. Sin embargo, es un grupo determinante porque goza de legitimidad, urgencia y poder para imponer sus objetivos. Enrocarse frente al resto de interesados les aleja de una solución equilibrada y debilita sus fortalezas. Los accionistas son un grupo de escasa relevancia por su limitada influencia en pocos hospitales pero cuya suerte mejorará si se hace efectiva la ampliación del negocio. Saben que el mercado sanitario es atractivo y rentable porque la relación riesgo/beneficio es desproporcionada (riesgo casi nulo por clientela garantizada ofrece márgenes del 15%-20%) y por las plusvalías que puedan conseguir. Gozan de escasa legitimidad pero tienen voluntad de influir y poder para imponer sus decisiones en el ámbito de su competencia. Una minoría silenciosa pero influyente.

Como usuario o paciente se incluye, potencialmente, a toda la población. Son los clientes del sistema que aspiran a recibir los servicios con la mejor calidad posible confiados en que las prestaciones se decidirán por profesionales con criterios no exclusivamente económicos. Algunos de estos usuarios contribuyen como financiadores del sistema mediante sus impuestos debatiéndose en su propio conflicto interno: tienen interés en dotarlo de recursos financieros pero su voluntad contributiva es limitada.

La privatización de la gestión no garantiza la creación de valor a ninguno de los dos grupos, por lo que, dada su muy limitada capacidad de influencia, ejercerán el poder manteniendo o retirando su confianza en los políticos.

Los proveedores (de equipos, de servicios, de material farmacéutico, etc.) forman un grupo heterogéneo con expectativas similares cuyo objetivo es participar y ampliar las transacciones con el sistema bajo criterios empresariales. La privatización puede suponerles cierta creación de valor, por lo que es imprescindible no rebajar la función supervisora pública para evitar que el aumento de su capacidad de influencia, de su poder, y con ello, de sus beneficios, no se efectúe de forma grosera y desmedida.

El Gobierno de la nación puede que no tenga competencia en materia sanitaria, pero no puede eludir su responsabilidad como director de la política interior del país asumiendo la defensa de los intereses generales y la coordinación con otras Administraciones. Dispone de toda la legitimidad, influencia y poder para tomar medidas que se orienten a tal fin: garantizar la transparencia, potenciar la supervisión externa y promover la creación de organismos evaluadores independientes. Eludir estas actuaciones le convertirá en cómplice del desmantelamiento sanitario.

En definitiva, urge que la sanidad pública encuentre cauces de negociación entre sus interesados que potencien dos activos esenciales sin los cuales cualquier estrategia impuesta será baldía: el conocimiento y la confianza. Jürgen Habermas nos ofrece la metodología: sinceridad de los interlocutores, inclusión de todos los afectados, reciprocidad entre los participantes y simetría de todos los intereses planteados. Si no queremos que nuestra sanidad se convierta en una comedia francesa, no perdamos más el tiempo.

Rafael Martín y Miguel Javier Díez Huélamo son economistas

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