La mejor defensa en la guerra fría de divisas
El condiciones normales el tipo de cambio de una divisa debe reflejar fielmente el estado de ánimo de la economía que la sustenta, que a su vez será reflejo de su nivel de crecimiento, de la calidad del mismo y de las expectativas de mantenerlo en el futuro. Todo ello, en condiciones normales. Ahora asistimos a una especie de guerra fría de divisas, sencillamente porque las condiciones no son normales, ni normales lo han sido en los últimos cinco años, en los que la grave crisis financiera y de actividad ha trastocado hasta los más tradicionales pilares de la ortodoxia económica.
La política monetaria no es lo que era porque ha invadido los territorios de la fiscal, con efectos colaterales evidentes en la cambiaria, y seguramente con efectos secundarios retardados en la inflación que aún no han aflorado porque la demanda agregada está bastante anémica en todo el planeta. La insensibilidad de la actividad inversora y de consumo a unos tipos de interés históricamente bajos (un 0,75% en Europa y un 0% en EE UU y Japón), ha impulsado iniciativas de expansión cuantitativa en todas las zonas monetarias del mundo rico, en algunos casos con desmedido entusiasmo, como la Reserva Federal en Estados Unidos desde hace dos años largos y recientemente en Japón.
Europa se ha sumado hace relativamente poco, y con otros métodos, como es inundar de dinero a la banca a precio de saldo para que sea esta la que atienda las obligaciones de deuda de los estados. No obstante, el miedo cerval a la inflación que siempre ha tenido un BCE de inspiración intelectual germánica, ha limitado las compras directas de deuda por parte del regulador monetario, y con la condición de esterilización inmediata de la nueva liquidez. En solo dos o tres años, la emisión de dinero en dólares, y en yenes también, ha ejercido una depreciación muy abultada del dólar, y del yen también, frente a una moneda que teóricamente tenía un futuro incierto y que estaba sustentada por una economía en crisis como era el euro.
Con larvada guerra de divisas conviven EE UU y China hace más de una década, y poco a poco la divisa asiática se ha apreciado para que el mal humor norteamericano, impostado en parte por la alta concentración de producción manufacturera americana en China, no se convierta en desafecto. Pero en las últimas semanas, un agresivo giro de Japón, tras el cambio de Gobierno, ha desatado las hostilidades verbales, a las que ha entrado la más perjudicada de las zonas, que en este caso en la zona euro. Esta divisa se ha apreciado un 20% frente al yen, y en menor medida frente al dólar, y empieza a acercarse al umbral del dolor para muchos sectores que viven de vender sus bienes y servicios fuera de la Unión Europea. Un euro caro es un antídoto magnífico contra la importación de inflación, pero topa las posibilidades de exportar bienes, y por ende, el crecimiento de la economía.
Las maneras diferentes de interpretar el juego poliédrico de las políticas económicas han generado crecimientos desacompasados en el mundo, sobre todo en las zonas maduras. Pero tales divergencias, que ahora se reflejan en el precio de las divisas, tenderán a desaparecer cuando el crecimiento económico sea más armónico, sin que nadie utilice por su cuenta, y más de la cuenta, el tipo de cambio. La economía global está para que sus responsables lleguen a un pacto básico consistente en algo tan simple como no usar prácticas cambiarias agresivas que dañen a los demás. No debería ser preciso reeditar pactos como los del hotel Plaza para mantener la armonía cambiaria, para que cada cual sostente su crecimiento en las herramientas propias de la producción y la comercialización.
Que la guerra fría de divisas no pase a mayores, no pase de la simple escaramuza, es vital para España y sus empresas. Para éstas porque ante la falta de demanda interna tienen que encontrar en la exportación la recomposición de sus negocios, y para aquélla porque no hay, al menos de momento, más palancas de crecimiento que la venta en el exterior. Nos conviene como el oxígeno un euro barato, aunque no tanto como para importar inflación vía petróleo. Pero tampoco tan barato que anestesie el ánimo reformador y deje sin abaratar los costes reales de los bienes, servicios y factores, sin los que, ente otras cosas, España no venderá una escoba en la zona euro.