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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El eterno fracaso del servicio público de empleo

Desde que el 16 de noviembre de 1978 un entusiasta decreto crease -hace nada menos que 32 años- el Instituto Nacional de Empleo, ningún otro organismo público acumula una historia tan baldía de desempeño, variable inversamente proporcional a las necesidades de clarividencia que en políticas de empleo ha acumulado España desde entonces. Los servicios públicos de empleo han pasado inadvertidos cuando las cosas iban bien y han mostrado su sonrojante irrelevancia cuando iban mal. Más de tres décadas después de su alumbramiento, tras varios proyectos de reforma, cuando las cifras de desempleo son más pesadas que nunca, arroja los datos más pesimistas de su triste historia, hasta el punto de que sus propios gestores han llegado a manifestar la conveniencia de cerrar para siempre su puerta y dejar sus labores en manos de las Administraciones regionales, que hasta ahora no han demostrado mejor resultado.

Esa descentralización militante que ejercían los Estatutos de autonomía convirtió al Inem en la primera víctima propiciatoria y real de la ruptura de la unidad de mercado, por mucha recomposición que la tecnología haya tratado de hacer después con los portales autonómicos. Cada vez es más difícil que la movilidad en el mercado laboral se ejerza allí donde están las mayores dificultades para el trabajo, en las franjas de poca cualificación, porque las comunidades han hecho de sus mercados laborales zocos autonómicos, limitados a dimensiones poco más que locales la gran mayoría de las veces, y protegidos por barreras administrativas crecientes, como reprobables singularidades idiomáticas. En un camino inverso al que recomendaban las circunstancias comunitarias tras la integración de España en una Unión Europea que consagra el libre movimiento de los trabajadores, los servicios públicos de empleo se han diluido en 17 mercadillos que no resuelven el principal problema laboral español: 4,6 millones de parados y una tasa de desempleo que entre los jóvenes ronda el 48%.

Es un voluntarismo pretender que sea el antiguo Inem (ahora Servicio Público de Empleo Estatal) el que solvente el desempleo. Pero sí es exigible que colabore con el resto de los agentes de la economía en mejorar el mercado de trabajo. Sin embargo, puede asegurarse que ni una sola de las funciones que el primer entusiasta decreto le asignó en 1978, cuando sólo había en España 818.000 parados, ha sido cumplida con solvencia. No contabiliza bien los parados, porque éstos cada vez confían menos en los buenos oficios públicos para volver a trabajar. De hecho, hoy intermedia menos de tres de cada cien contrataciones de cuantas se realizan en España, y se concentra en actividades de muy escaso valor añadido y siempre para dar satisfacción a ofertas de empleo de carácter público. Nunca tuvo éxito en la intermediación, pero hubo épocas en las que apadrinaba sin coste para oferta y demanda alrededor del 20% de las colocaciones. Su papel se ha ido jibarizando desde que las empresas de trabajo temporal hicieron su irrupción en el mercado, y hoy, con 8.000 funcionarios, sólo atiende un 2,9% de las contrataciones y deja otra cantidad apreciable de ofertas de empleo sin cubrir. La ampliación de 1.500 orientadores de empleo en los últimos años tampoco ha mejorado su desempeño, mientras que las agencias privadas ponen en contacto a trabajador y empresa en casi el 13% de los contratos que se firman. Ha perdido incluso la batalla de la red, pese a disponer de recursos ilimitados y haber hecho una ambiciosa apuesta en internet: la web de Trabajo sólo tiene registradas ahora 3.000 ofertas de empleo, mientras que la de Infojobs, por poner un caso, contabiliza más de 100.000.

Hace una labor eficiente en el pago de prestaciones, pero tiene que mejorar sus políticas activas de empleo si quiere sobrevivir. La formación continua de los parados para las necesidades reales de las empresas; la fiscalización efectiva de las prestaciones y las obligaciones aparejadas de los perceptores para evitar despilfarros en los recursos públicos; la búsqueda de ofertas de empleo en actividades de crecimiento; el empeño radical en la recomposición de la unidad del mercado de trabajo, etcétera, son funciones irrenunciables para que los servicios públicos de empleo reviertan una muerte segura por inanición justo cuando más trabajo tienen ante sí.

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