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A fondo

Un buen precedente con poco futuro

La presidencia española ha logrado su gran objetivo: afianzar la nueva UE.

La hora del balance se acerca. Y la presidencia española de la Unión Europea lo afronta con un renovado optimismo tras la última cumbre del semestre español (celebrada el pasado jueves en Bruselas).

Fuentes gubernamentales consideran que los resultados de la cita del jueves simplemente "ratifican el éxito de una presidencia" que, reconocen, podía haber quedado deslucida sin el remate de un broche espectacular.

La interpretación es muy optimista, pero tiene algo de realidad. El remate de la cuarta presidencia española sentó las bases de reformas tan importantes como la del Pacto de Estabilidad y de iniciativas sin precedentes a nivel comunitario como la de crear un impuesto bancario. Ambos objetivos, sobre todo el segundo, están, sin embargo, muy lejos de hacerse realidad. Y el entusiasmo ante la cosecha del 17 de junio no responde tanto a su abundancia como a su carácter excepcional después de seis meses de cumbres de emergencia para salvar a Grecia y al euro.

De hecho, el resultado más notable, el acuerdo para publicar los test de resistencia de la banca europea, era ajeno a la organización de la presidencia. Se trató, más bien, de un efectivo contraataque el Gobierno frente a las presiones especulativas de Alemania.

El resto del semestre también ha estado plagado de maniobras desesperadas, pero no tan efectivas, para intentar disipar la sensación de descontrol. Se frustraron las cumbres con EE UU y con los países del Mediterráneo. Y la llamada orden europea de protección de víctimas de la violencia de género, una de las iniciativas mimadas por la presidencia, ha terminado provocando un grave enfrentamiento con la Comisión y corre el riesgo de descarrilar tan pronto como España pase el testigo a la siguiente presidencia.

En un reciente artículo, el politólogo José Ignacio Torreblanca, del Instituto Elcano, atribuía los problemas de la presidencia a factores coyunturales y estructurales.

Los primeros, ligados a la incertidumbre durante el periodo de preparación del semestre sobre la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que cambió el escenario institucional. Y los segundos, al final de un largo y próspero periodo de 25 años en el que los intereses de la política española y europea coincidían plenamente.

Pero a pesar de las dificultades evidentes, España ha logrado avances en áreas como la supervisión financiera (futura directiva de hedge funds, futura creación de autoridades europeas de regulación) o en novedades institucionales como la iniciativa ciudadana, que permitirá instar a la CE a presentar un proyecto legislativo mediante la recogida de 100.000 firmas.

Con todo, el principal éxito del semestre del Gobierno y, en particular, de su presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, ha sido la convivencia con los nuevos cargos de la UE.

Zapatero calificó el pasado jueves de "excelente" la colaboración con el presidente del Consejo Europeo, un cargo estrenado el 1 de enero por Herman Van Rompuy. "En mi opinión", aseguró el propio Van Rompuy, "Zapatero y yo hemos sentado un excelente precedente para la colaboración entre la presidencia rotatoria y la permanente".

La generosidad institucional de un país tan europeísta como España ha permitido al ex primer ministro belga afianzarse en el puesto sin necesidad de continuas escaramuzas. El éxito, sin embargo, puede tener una pronta fecha de caducidad. A partir del 1 de julio, la UE pasa a manos de Bélgica, un país con Gobierno provisional y pendiente de formar una coalición previsiblemente inestable. Y el 1 de enero puede ser aún peor. Llega Hungría, con un Gobierno populista y "con ideas propias", como ironiza una fuente comunitaria, que puede alterar la cohabitación institucional. Quizá entonces se eche menos el lubricante español.

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