De qué estamos hablando
El ajuste presupuestario, lejos de restar importancia y urgencia a la reforma laboral, ha vuelto a poner el foco sobre la misma. El previsible fracaso del diálogo social, bien porque no se consiga acuerdo bien porque el acuerdo carezca del alcance requerido, exigirá la actuación del Gobierno. ¿Cómo debe orientarse esa actuación?
Ante todo, en mi opinión, la reforma laboral debe tener como objetivo fundamental la creación de empleo. Ninguna recuperación económica será posible y ningún ajuste fiscal será suficiente sin resolver el problema del empleo. Y, sin embargo, no ha sido hasta ahora ese el planteamiento del Gobierno, que sigue confundiendo, en su último documento de 12 de abril, cuál es el problema fundamental de nuestra economía y de nuestro mercado de trabajo: afirmar que la dualidad entre trabajadores fijos y temporales constituye el problema estructural más grave de nuestro mercado de trabajo y situar la contratación estable como elemento central y objetivo prioritario de las reformas, implica seguir sin entender la gravedad de la situación.
El problema es el empleo, no (o no tanto) su calidad. Necesitamos una reforma orientada a la creación de empleo y a la evitación, en la medida de lo posible, de la destrucción de puestos de trabajo. Ello exige incentivar la contratación y desincentivar la supresión de empleos como vía fundamental de ajuste empresarial. Aunque es imprescindible plantearse la sustitución íntegra del marco normativo laboral, que constituye una pieza de arqueología y refleja un contexto económico, social y empresarial que ya no existe, las reformas urgentes tienen que tener la orientación indicada.
En primer lugar, la contratación laboral debe ser mucho más abierta, sin tratar de constreñir las necesidades productivas de las empresas a modelos contractuales rígidos y ajenos a la evolución de dichas necesidades. El papel de las empresas de trabajo temporal, que deben convertirse en agencias de empleo, puede ser fundamental para dinamizar el mercado de trabajo y para permitir contrataciones laborales con las debidas garantías (igualdad salarial, exigencias formativas) sin tener que aumentar, al menos en un primer momento, la dimensión de la plantilla o justificar una estricta causa de temporalidad.
En segundo lugar, el desarrollo de las relaciones laborales en la empresa debe ser mucho más flexible. Sobran controles e intervenciones administrativas y sobran limitaciones legales a las posibilidades de adaptación de las condiciones de trabajo. El empresario debe tener un margen de decisión más amplio y su ejercicio debe encontrar su ámbito de juego en el terreno de las relaciones con los trabajadores afectados y con sus representantes, no en el de los controles administrativos o judiciales.
En tercer lugar, los despidos por causas económicas, tanto individuales o plurales como colectivos, deben liberalizarse. En el primer caso, suprimiendo el control judicial sobre el fondo del asunto, ya que la valoración de las circunstancias económicas de la empresa debe corresponder exclusivamente al empresario (con lo que se sortearía la sorprendente doctrina judicial que considera que, aun acreditada la falta de justificación productiva de un puesto de trabajo, su supresión responde a la conveniencia de la empresa, no a su necesidad, por lo que el despido debe considerarse improcedente); en el segundo, suprimiendo o reformulando la autorización administrativa, fuente de encarecimiento de las decisiones empresariales, que hace que se dirijan a la destrucción de empleo recursos que podrían utilizarse para generar nuevos empleos.
Por último, la reforma de la negociación colectiva debe recuperar el carácter contractual de los convenios (acabando con el engendro corporativo de su valor normativo), limitar su vigencia exclusivamente al tiempo pactado y establecer una regla de prevalencia de los convenios y acuerdos de empresa sobre los sectoriales. Esto último permitiría pactar medidas de ajuste empresarial, sin el corsé del convenio sectorial, que evitarían que los ajustes se saldasen fundamentalmente mediante la destrucción de puestos de trabajo.
Todo ello, creo, redundaría en una mejora del empleo sin reducción de las garantías laborales. Quienes hasta ahora han defendido estas con actitudes que nos han llevado al umbral de cinco millones de parados, deberían al menos plantearse si el coste personal y social que padecemos ha dejado de justificar su inmovilismo.
Federico Durán. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues