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Debate abierto. La crisis del mercado de trabajo
Tribuna
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Laboral sí, pero ¿reforma?

El diálogo social entra esta semana en la recta final de la negociación. El devenir de la reforma del mercado de trabajo dependerá de si Gobierno, sindicatos y patronal logran alcanzar el consenso o si, por el contrario, el Ejecutivo termina imponiendo una modificación en solitario

Quizás no sorprendan mucho estas declaraciones del ministro de Trabajo: "El objetivo de la reforma laboral es reducir la incertidumbre empresarial sobre la creación de nuevos puestos de trabajo (...) y facilitar la inserción de jóvenes trabajadores y la vuelta de desempleados a puestos de trabajo". Tal vez pille más de improviso saber que estas palabras se pronunciaron en 1984, cuando Joaquín Almunia portaba la cartera que ha heredado Celestino Corbacho, junto con un encargo similar: sacar adelante una reforma laboral que logre sanar a un "mercado de trabajo enfermo". Lo preocupante, un cuarto de siglo después y tras cinco reformas, es que el paciente sigue afectado de las mismas dolencias.

Eternos debates sobre el coste del despido y la rebaja de las cotizaciones; reclamaciones de flexibilidad; reuniones secretas a dos y tres bandas o infructuosas negociaciones que se alargan durante meses. Aunque bien se puede pensar que ésta es una cantinela que se escucha durante el último año y medio, lo cierto es que una breve visita a la hemeroteca nos muestra titulares, en cuya tinta añeja se reflejan la actual situación laboral.

Aquella primera reforma, sin consenso social, impulsó la contratación eventual para escapar del acuciante paro y sólo una huelga general limitó un mayor calado de los bautizados como "contratos basura". De este modo, España controló el desempleo por debajo del 20%, a costa de que la temporalidad se extendiera como un cáncer. Pese a ello, una nueva crisis, y la precariedad generalizada del empleo, exigió una segunda actuación. Considerada por muchos como la de mayor calado, las modificaciones de 1994, acabaron con algunas relaciones eventuales para establecer otras nuevas, y aunque generó empleo, éste siguió siendo inestable.

El empleo en España sigue padeciendo los mismos problemas estructurales que hace 25 años

La historia de las reformas laborales tuvo que esperar hasta 1997 para contar con el ansiado consenso social. El acuerdo del Gobierno de José María Aznar con los sindicatos y la patronal, propició la actuación más efectiva llevada a cabo sobre el mercado de trabajo español. Sobre los hombros del nuevo despertar económico, el país redujo drásticamente el desempleo, y disparó el número de empleados fijos. Aquella norma implantó el contrato del fomento del empleo indefinido, hoy tan de moda bajo el sobrenombre de "contrato de 33 días". El coste del despido improcedente de un trabajador indefinido bajaba, por primera vez, de los 45 días por año en la empresa, para abrir paso a jóvenes y a mujeres en el mercado laboral.

El denominado despido exprés, que provocó la primera huelga general del nuevo siglo, abrió las puertas a un modelo de rescisión de los contratos rápido pero caro, en el que se han amparado el grueso de los despidos desde entonces. Las actuaciones posteriores, ahí sí, con el sello de los agentes sociales, se limitaron a prolongar los efectos del acuerdo del 1997. Así, en 2006, dieron un nuevo impulso a las bonificaciones asociadas a la contratación bajo la fórmula de los 33 días. Estos incentivos, ligados a la conversión de temporales en fijos, han sido la fórmula del éxito del modelo de fomento.

Pactando con el diablo de la temporalidad, e intentado escabullir de sus garras después, las reformas laborales acometidas en España se han centrado en devolver un empleo a los millones de parados que se originan indefectiblemente como consecuencia de cada crisis económica que sufre el país. Sin embargo, aunque las teclas que se vienen tocando amansan brevemente a la fiera, no consiguen domarla. El mercado necesita que el PIB crezca más del 2% para generar puestos de trabajo. Y si se sitúa por debajo, los trabajadores se ven abocados al desempleo como marineros que caen al mar desde el tablón de un barco pirata.

Hasta ahora, ninguna de las reformas ha conseguido expiar al mercado laboral español del pecado original que le causó la primera: la enorme fragilidad de los empleos temporales, en contraposición a la férrea armadura que reviste a los indefinidos. Puede que este modelo laboral fuera válido para una economía que cabalga a lomos del motor inmobiliario, pero el ansiado cambio de modelo productivo bien podría necesitar modificaciones de calado en el marco laboral.

El protagonismo que han cobrado las comparativas sobre el coste del despido y la posibilidad de crear nuevos contratos, han acaparado todos los titulares. Una solución intermedia pasa por facilitar el proceso que permite justificar un despido procedente cuando la empresa sufre problemas objetivos. Rescindir un contrato cuando el negocio peligra tiene un coste de tan sólo 20 días en España, pero resulta complejo demostrarlo ante un juez. Clarificar este panorama permitiría salvaguardar a los trabajadores de las injusticias y dotar de un margen de maniobra real a los empresarios.

Una vez esquivada la punta del iceberg, agentes y Gobierno podrían centrar sus esfuerzos en contemplar la amenaza real: un sistema que acumula más temporales que el resto de la UE, y de los que se desprende rápidamente ante las primeras señales de alarma. Un modelo que deja en paro a casi uno de cada dos jóvenes.

Un reto que debe alcanzar a toda la sociedad. La falta de productividad que denuncia la patronal, y a la que achaca los bajos -aunque inflexibles- salarios del país, debería ser paliada mediante una verdadera apuesta por fortalecer la educación y la formación profesional. El equilibrio se debe buscar dando estabilidad a cambio de resultados. Y la exigencia puede ser mayor cuanto más se apueste por la formación y las condiciones del empleado. También el Servicio Público de Empleo necesita una revisión, pues recolocar al 4% de los parados no es que sea poco, es que es anecdótico.

Pero combinar todo esto no es fácil de conseguir. No hay verdades absolutas, como no hay una aritmética exacta entre lo social y lo económico, aunque hay sugerentes aproximaciones. Lo ideal es abordar el proceso cuando la bonanza económica permite actuar con la cabeza fría, justo cuando nadie se acuerda de las vueltas a la manzana que puede llegar a dar una cola del Inem. Si hay crisis, sin embargo, el país lo pide a gritos, lo que provoca el riesgo de adoptar medidas como si las condiciones de la crisis fuesen a perdurar en el tiempo.

De lo que se trata es de reformar el modelo para evitar los graves problemas que provoca. Sin embargo, se puede caer en la solución frecuente de firmar algún parche a gusto de todos para que cada cual lo esgrima ante su concurrencia como señal de triunfo. O, por contra, recurrir a algo tan castizo como no ceder ni un ápice en la posición de uno, y esperar a que la madre Europa o el capricho de los mercados impongan recetas universales para un enfermo muy de aquí.

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