_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cajas de ahorros, para qué os quiero

Sigue la bronca, con gran aparato judicial, entre la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y el alcalde de la villa, Alberto Ruiz-Gallardón, enfrentados por el control de Caja Madrid, oscuro objeto de deseo para la primera. Como acaba de decir la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, sobre la caja en cuestión, hay dudas de si las jerarquías del PP están dando la mejor imagen. La preocupación por recuperar el orgullo de pertenecer, en este caso a la caja, está muy bien fundada. Más aún cuando la caja, como toda entidad financiera, tiene su base en ese intangible de la credibilidad, cuyo deterioro arrastraría un reflejo de pánico desencadenante con los depositantes ante las puertas de sus oficinas para retirar sus fondos.

Las cajas, y Caja Madrid de manera muy destacada, han gozado de un prestigio sostenido que las modificaciones de sus estatutos para nada habían conseguido horadar. Fundadas en el siglo XIX y algunas en el XVIII, las cajas nacían para atender a los desfavorecidos con el anejo de los montes de piedad y las casas de empeño. Luego se expandieron en el proceloso mundo de los negocios, entraron con fuerza como inversoras en sectores clave de la economía, obligadas por los coeficientes obligatorios que fijaba el Banco de España y, más tarde, compitieron por las hipotecas del mercado inmobiliario. Han recibido el castigo proporcional del estallido de la burbuja del ladrillo, lo mismo que ha sucedido con los bancos convencionales.

Las regulaciones que a partir del régimen democrático les fueron aplicadas para salir de la fantasmagoría de aquellas asambleas de impositores, que dejaban en la práctica todo en manos de los gestores, y remitir el control a los poderes autonómicos y municipales, en tanto que instituciones representativas procedentes de la elección popular, han venido dejando a salvo las pugnas partidistas. Es decir, que han funcionado en términos generales sin merma de la credibilidad mencionada. Salvo las excepciones que ahora han aflorado, donde impulsos sesgados por necesidades políticas han conducido a la pérdida de solvencia que hemos visto, por ejemplo, en la Caja de Castilla La Mancha. El caso, que no es único, ofrece caracteres reveladores acerca de los límites de la gestión que no puede plegarse de modo indefinido a directrices de los gobiernos autonómicos o municipales sin el respaldo y garantías exigibles en el negocio crediticio.

Pero vivimos en un peculiar sistema autonómico donde mientras el Estado procede a la privatización de sus participaciones en las empresas públicas, las comunidades autónomas caminan en sentido contrario, creando de manera compulsiva empresas bajo su control. Es decir, que el Estado liquida el INI, Telefónica, Tabacalera, Endesa, Iberia y todo lo demás y las autonomías crean a su escala toda suerte de compañías en aras de agilizar la gestión, librarse de controles e intervenciones o evitar que generen déficit visible determinadas actividades.

Lo mismo ha sucedido en el ámbito audiovisual, donde RTVE ha dejado de ser el servicio doméstico del Gobierno y se ha sometido a exigentes curas de adelgazamiento mientras los canales autonómicos emulan el modelo estatal que ahora desaparece, se dedican al sectarismo partidario y multiplican el despilfarro sin sentido.

Así que ahora algunos dirigentes autonómicos han dado en pensar que las cajas podrían a escala convertirse en sus bancos, una especie de Instituto de Crédito Oficial (ICO) sometido a su disciplina gubernamental y partidaria, con espléndidas posibilidades instrumentales. Claro que "en aquella polvareda perdimos a don Beltrán" y de la obra social de las cajas nunca volveríamos a saber. Habríamos entrado en la fase de "cajas, para qué os quiero". Veremos.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

Archivado En

_
_