El valor económico de las expectativas
El motor más dinámico de la economía española en el último ciclo alcista fue el empleo y su crecimiento sostenido. Pero lo que durante una dilatada serie de casi catorce años había sido un multiplicador de riqueza y el mejor método para su reparto, se ha tornado con la crisis en lo contrario. La debilidad del modelo de crecimiento, excesivamente sesgado hacia actividades de servicios de poco valor añadido y a las inmobiliarias, ha mostrado una gran vulnerabilidad cuando las condiciones financieras se han endurecido, y se ha producido una brutal destrucción de empleo. Los últimos datos sitúan la pérdida de puestos de trabajo en más de 1,4 millones en doce meses, un 7,2% menos que hace un año, y la tasa de desempleo se acerca al 20% de los activos.
Esta intensiva pérdida de empleo, pese al severo proceso de desinflación que ha llevado el avance anual de los precios a tasas negativas, ha recortado notablemente la renta real de los asalariados, con un efecto contractivo sobre el consumo, la inversión y, lógicamente, el PIB. La renta real de los asalariados ha caído casi cuatro puntos en el último año, y su peso en el reparto de la renta nacional lo ha hecho en idéntica proporción, mientras han recuperado terreno los beneficios. La caída de la renta disponible de los hogares ha tenido una réplica inmediata en el consumo privado, que registra ya descensos anuales de cerca del 6%, según los estimaciones del Banco de España. De hecho, existe un dramático paralelismo en el comportamiento de la tasa de desempleo del cabeza de familia y el consumo de los hogares: mientras la primera estuvo en el entorno del 6%, el gasto familiar avanzaba más del 4%, pero cuando aquélla se ha disparado por encima del 14%, la más alta de la historia, su correlato en el gasto familiar ha sido inmediato.
Las políticas públicas para frenar la pérdida de renta de los hogares, con rebajas impositivas, además de la contribución de unos carburantes más baratos, o la inyección de liquidez que supone la fuerte bajada de los tipos de interés para las familias endeudadas, han aliviado la situación. Pero no han logrado cambiar la expectativa negativa de la ciudadanía, y que, a fin de cuentas, será la variable intangible que determinará en qué momento volverá la disposición al consumo y la inversión.
Ahora la expectativa se compone de la percepción de que la crisis económica será más bien larga (más de la mitad de los encuestados por la web de este periódico situaba en tres años la duración de la crisis), de una destrucción de empleo que no ha concluido y que puede comenzar a costar el puesto a trabajadores fijos, de una tasa de paro juvenil cercana al 30% y de la percepción de que en los próximos meses pueden producirse incrementos significativos de los impuestos. Estos hechos neutralizan el efecto riqueza que ha recompuesto la Bolsa en los últimos meses, en los que ha subido un 60% desde marzo, y que ha despejado en buena parte los temores a una gran depresión. Además, la pérdida de valor de los activos inmobiliarios, y las escasas posibilidades de convertirlos en liquidez con un mercado casi muerto, es un nuevo elemento de pesimismo sobre la riqueza patrimonial de los españoles.
Para recomponer la situación hay que desandar el camino de la crisis. Y para restablecer el crecimiento hay que restaurar primero las expectativas positivas de la ciudadanía, que tienen un valor incalculable en economía. Con ellas se recompondrá el consumo si lo hace la renta disponible de forma permanente; pero no será posible sin el primer eslabón de la cadena: el empleo. Esa es, pues, la principal tarea a la que tienen que comprometerse todos los agentes económicos, porque el efecto multiplicador de la ocupación es la clave de bóveda de la actividad económica en un país en el que casi el 70% del PIB depende del consumo privado.
Combatir el pesimismo sólo es posible con cambios normativos que permitan avistar un crecimiento económico potencial más generoso, porque sólo con él se absorberán las tasas de desempleo generadas por la recesión, y que deben sonrojar a todo aquel que tenga alguna responsabilidad en ello. España ha recortado desde los ochenta sus diferenciales de riqueza con la UE a base de reformas decididas, pactadas las más de las veces, y ahora no será diferente: sólo hace falta voluntad, diálogo y sacrificio mutuo.