_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Ni diálogo, ni social

Vivimos estos días pendientes de los últimos avatares del llamado diálogo social, a través del que el Gobierno viene buscando la suscripción de un pacto con las organizaciones sindicales y empresariales para facilitar la adopción de determinadas medidas, económicas y laborales, que permitan afrontar los problemas, sobre todo, del empleo y del desempleo. Y buscando también, como no podía ser menos, la foto de un gran acuerdo que suponga tanto un factor de reconocimiento de los desvelos (y de las impotencias) del Gobierno como una inyección de confianza para los agentes económicos y para los ciudadanos.

¿Ante qué nos encontramos? En mi opinión, estamos asistiendo a un proceso adulterado, porque ni existe un verdadero diálogo ni éste puede considerarse comprensivo de todos los aspectos necesarios para calificarse de verdadero diálogo social.

Empezando por esto último, un verdadero diálogo social es algo más que la discusión de los aspectos relativos a las relaciones laborales (ésa es la negociación colectiva entre empresarios y trabajadores, que puede tener diversos ámbitos y, entre ellos, el nacional intersectorial) e incluso que la determinación del marco general de regulación legal de las mismas (a través de la legislación negociada entre los agentes sociales y el Gobierno). Cuando hablamos de diálogo social hacemos referencia a un modelo de gobernanza en el que los representantes de los intereses económicos y sociales son llamados a participar en la adopción de las decisiones más relevantes en materia de política económica y social. Y para ello se establecen cauces institucionales (entre nosotros, el Consejo Económico y Social) y se habilitan procedimientos informales de consulta y de participación. Se busca, así, una concertación social que enriquece y fortalece la labor de gobierno y permite asentar sobre sólidas bases de aceptación social las medidas más importantes de política económica.

Frente a ello, el alcance que se está dando al actual proceso de diálogo social es claramente limitado. Un verdadero diálogo social, un proceso auténtico de concertación social, exigiría incluir en el debate y someter a la consideración de los representantes de los intereses sociales organizados, una cuestión económica y socialmente tan relevante como la del cierre de la central nuclear de Garoña y, más en general, la de nuestro modelo energético. Igualmente, algo tendrían que decir las organizaciones empresariales y sindicales (en su caso, junto a otras, como las representativas de los consumidores y usuarios) en lo referente al FROB o al proceso de reorganización del mapa bancario. En estas cuestiones tan relevantes, ni agua. Y en las estrictamente laborales, el diluvio, porque el Gobierno se autolesiona, negándose cualquier capacidad de tomar decisiones sin el previo acuerdo de las partes implicadas.

Por otra parte, tampoco estamos en presencia de un verdadero diálogo. El pretendido diálogo se basa, curiosamente, en una drástica descalificación previa de las propuestas empresariales. Tanto el interlocutor sindical como el Gobierno se cuidan de dejar claro que en ningún caso las propuestas empresariales van a ser admitidas. Es más, insisten en que ni siquiera van a ser discutidas, cerrando la posibilidad de cualquier debate sobre las mismas y considerando que su propio planteamiento es ya una inadmisible provocación (que justifica que se abandone, con grandes aspavientos y gesto ofendido, la mesa de negociación).

En realidad, lo que se busca en este proceso no es más que el asentimiento empresarial a una serie de medidas de inspiración sindical-gubernamental. Y el mensaje no puede ser más contundente: dialogaremos porque queremos que estés de acuerdo con lo que proponemos, incluso aceptamos que plantees algunos matices o correcciones, pero en ningún caso trataremos, ni por supuesto aprobaremos, lo que puedas proponer.

Hay que plantearse qué sentido tiene un proceso de estas características y qué mensaje se estaría dando a la sociedad si se cierra un acuerdo en esos términos. El verdadero diálogo exige partir de una premisa fundamental: que el otro puede tener al menos algo de razón. Cuando se está convencido de que se está en posesión de la verdad, y que la discusión de la misma no puede obedecer más que a la defensa de oscuros intereses inconfesables, el diálogo no es posible ni el acuerdo que se pueda lograr sirve para mucho. Habría que admitir que el mundo empresarial organizado algo sabrá de lo necesario para generar riqueza y crear empleo y, por supuesto, también para aumentar el bienestar social. En caso contrario, seguiremos haciendo planes y planes que cosecharán brillantes fracasos.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del trabajo y socio de Garrigues

Archivado En

_
_