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Columna
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La mano pública y el mercado

En las últimas décadas, tras la caída de los diversos muros, físicos e ideológicos, parecía definitivamente asentada en las economías desarrolladas la idea de la superioridad del mercado, tanto en términos de eficiencia como de justicia, como mecanismo distribuidor y asignador de recursos. A pesar de los fallos todavía existentes en su funcionamiento, ningún otro sistema, y menos que ninguno el de la planificación estatal de la economía, podía garantizar mejor el desarrollo, la prosperidad económica y el bienestar de la población.

La prevalencia del mercado no significa, sin embargo, la desaparición, o la reducción a su mínima expresión, del papel del Estado. Al contrario, el desarrollo europeo y el éxito de su modelo de bienestar social, lo que hemos conocido como Estado del bienestar, responde a una precisa combinación entre Estado y mercado. A éste le correspondía la asignación y distribución de recursos; al primero, la corrección de ineficiencias y de desigualdades excesivas, procediendo, mediante la política fiscal, a una redistribución de las riquezas, y, por medio de la Seguridad Social, a garantizar a toda la población la tutela frente al infortunio y frente a situaciones de necesidad, permitiendo así, por una y otra vía, la vigencia del principio de solidaridad.

Las distintas opciones políticas podían poner el acento en uno u otro de estos polos, Estado y mercado, pero sin llegar a cuestionar, en lo fundamental, los principios de funcionamiento del sistema.

Por supuesto, a todo ello ha de añadirse la labor ordenadora, y de control y de supervisión, para garantizar el respeto de las reglas del juego, confiada a diversas instituciones públicas (bancos centrales, entidades supervisoras de los mercados de valores, instrumentos de defensa de la competencia, etcétera), tanto más eficientes cuanto más independientes.

La crisis financiera que tan violentamente nos ha estallado ha puesto de manifiesto, en todos los países, por una parte, fallos clamorosos de regulación, y sobre todo en las labores de control y de vigilancia, y por otra, la fragilidad de empresas y de sectores productivos hasta ahora considerados pilares sólidos del sistema. Lo primero exige un reforzamiento de los mecanismos reguladores y supervisores en el que el peligro a conjurar es el de la sobreactuación. Lo segundo ha llevado a una intervención pública en la economía que, saludada con alborozo por viejos estatalistas irredentos, corre el riesgo de retrotraernos a etapas ya superadas. A esto último me quiero referir.

Que en una situación de emergencia pueda producirse una aportación de capital público a determinadas empresas, sobre todo para garantizar la solvencia de la banca comercial y el buen funcionamiento del sistema financiero y crediticio, no puede llevarnos a restablecer un sector público de la economía del que tan trabajosamente nos habíamos liberado.

En el caso español, precisamente, uno de los secretos de nuestro particular milagro económico había estado, sin duda, en la apertura de la economía y en la creciente liberalización de la misma. El proceso de privatización, no enteramente culminado y no siempre bien entendido, jugó en ello un papel determinante.

Bien es verdad que se trata de un proceso no exento de paradojas ni de contradicciones (la vuelta a la mano pública, en algunos casos, además, extranjera, de empresas públicas privatizadas es quizás el ejemplo más llamativo), en el que, además, nuestro particular Estado de las autonomías ha permitido, en una versión a la inversa del mito de Penélope, que lo que destejía el Estado durante el día lo volvieran a tejer, al menos en parte, las comunidades autónomas por la noche.

Pero sería enormemente pernicioso que las voces añorantes de la banca pública y de las empresas públicas prevalecieran, y nos encontráramos otra vez al Estado, central o autonómico, vendiendo coches o vendiendo lencería (como dijo muy gráficamente el entonces ministro de Economía cuando la privatización de Galerías Preciados: ¿qué hace el Estado vendiendo lencería?).

Cuando la intervención pública se centra, además, en compañías ineficientes, que operan en mercados donde otras empresas privadas compiten y sobreviven, dicha intervención carece completamente de fundamentación y no puede justificarse por motivos políticos o sociales.

Pensemos en el caso del transporte aéreo. En un mercado cada vez más globalizado e interdependiente, en el que sólo sobrevivirán las grandes alianzas, y en el que la competencia es cada vez más despiadada, no tiene sentido obligar a empresas privadas a competir con otras soportadas públicamente y, en ocasiones, con una visión del mercado condicionada políticamente. ¿Qué sentido tiene que una compañía ejemplarmente privatizada, como Iberia, que ha logrado brillantemente sobrevivir en el mundo del negocio aeronáutico, cada vez más difícil y complejo, o que nuevas compañías, como la resultante de la fusión entre Vueling y Clickair, basada también en la apuesta y en la asunción de riesgos de sus accionistas, deban competir con empresas salvadas y sostenidas con apoyos públicos?

Y no es éste un tema que afecte sólo a la garantía de la libre competencia, o a la exigencia de un uso racional de los recursos públicos. En mercados abiertos y competitivos, garantizada una adecuada regulación y supervisión de los mismos, tanto más intensa cuanto más entren en juego intereses públicos (en el caso del transporte aéreo, la seguridad), la mano pública empresarial no debe intervenir. El final de una de las últimas grandes compañías de bandera, Alitalia, debe ser suficientemente ilustrativo de lo ilusorio de la pretensión de mantener una empresa pública sometida a una lógica distinta de la que el funcionamiento del mercado requiere.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

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