La expansión cuantitativa
No es esta una crisis clásica, de las que se vencen con estímulos monetarios o simples ajustes de precios de los factores productivos. La crisis financiera ha provocado tal parálisis del crédito y ha puesto tan nebuloso el horizonte que los Gobiernos han tenido que echar mano de herramientas tan extraordinarias que hacía décadas que no se empleaban. De hecho, el referente histórico indicado para encontrar acontecimientos comparables es la Gran Depresión de hace ocho décadas. Desde años tan remotos no se ponían en marcha programas tan enormes de gasto público para combatir la parálisis de la actividad, prácticamente replicados en todas las áreas monetarias. En condiciones normales, para que los esfuerzos presupuestarios tengan éxito debería solucionarse en paralelo la desconfianza que atenaza al sistema bancario, y para ello es imprescindible el afloramiento de todos los activos dañados, aunque se lleve por delante nuevas entidades, por reputadas que sean.
Mientras más se retrase tal limpieza, más activos sanos se contaminarán y se devaluarán, porque la propia recesión genera tal cantidad de pérdidas que devuelve buena parte del daño al sistema financiero en forma de impagados crecientes. Simplemente, la crisis financiera y la de la economía real se retroalimentan en una endemoniada espiral. La única ventaja que puede apreciarse en este episodio crítico, en comparación con los del pasado, es la rapidez con la que la globalización puede devolver el crecimiento, al igual que antes ha extendido la crisis.
Contabilizando sólo el dinero público que los Gobiernos de EE UU, Unión Europea, China, Japón o Rusia han puesto a disposición de sus aparatos productivos, incluido el sistema financiero para estabilizarlo y recapitalizarlo, la cantidad impresiona. En sólo un año, los gigantes de la economía mundial desarrollada pueden incurrir en déficits fiscales de más del 10% de su producto interior bruto, escandalizando a los doctrinarios que siempre han velado por el equilibrio fiscal de los Estados para que los agentes privados disfrutaran de más espacio de generación económica. De hecho, EE UU ha ensayado incluso la puesta en circulación de moneda de nueva emisión, tras haber explotado ya el recurso a la emisión de deuda del Tesoro.
La primera gran dificultad de esta heterodoxa expansión cuantitativa es la captación suficiente de ahorro en el mundo para financiarla. La crisis financiera ha desatado en principio un desconocido apetito por los títulos públicos por su prima de seguridad. Pero una colocación tan vasta terminará discriminando los bonos buenos frente a los malos, y podría desatar una carrera alcista en los tipos de interés, más carga financiera para los Estados y mayor presión fiscal al contribuyente.
Por pasiva, tal como ha ocurrido en el pasado, el gasto público, si no sabe retirarse a tiempo de la actividad y se centra más en estimular la demanda que en reforzar la oferta -sobre todo las insfraestructuras-, generará también un rebrote inflacionista notable que deberá ser combatido más pronto que tarde por subidas de los propios tipos de interés. Para evitarlo, los Gobiernos no pueden hacer dejación de las correcciones que precisa el sistema financiero, para que esta orgía de gasto público no se extienda más de lo razonable.