Fracaso en Ginebra
Las negociaciones celebradas el mes pasado en Ginebra para finalizar la Ronda de Doha, después de siete años, han vuelto a fracasar. Debido a diversas circunstancias políticas, las perspectivas de una reanudación no son inmediatas, lo que no es de lamentar. Al contrario, siempre que el tiempo se aproveche para llevar a cabo una reflexión de fondo sobre la adecuación de estas rondas negociadoras a los objetivos perseguidos de liberalización comercial.
El mundo de la agricultura, uno de los más relevantes en estas negociaciones, nos permite profundizar en las posibilidades reales y en las quimeras de la relación con la liberalización multilateral del comercio mundial, tal como se enfoca en la Organización Mundial de Comercio (OMC). Hasta ahora, los chivos expiatorios que han impedido un acuerdo que beneficiaría, aparentemente, a los más pobres, han sido las subvenciones agrarias de EE UU, de la UE y, especialmente, la Política Agraria Europea (PAC). Pero la lógica liberal es demasiado simplista, y nunca ha entendido ni los problemas de la agricultura ni lo que significa la sociedad rural. Tampoco entiende por qué el mercado libre jamás resolverá el problema de los más débiles.
En esta ocasión, la Comisión Europea, arrastrada por su sentimiento de culpa, hizo todos sus deberes antes de unas negociaciones que parecían finales: reformó la PAC hasta desmantelarla por completo, y ahora nadie podrá acusar a la Unión Europea, que además aportaba unas ofertas de desmantelamiento arancelario avanzado.
Entonces, ¿qué ha sucedido en Ginebra? Pues que otros muchos países siguen temiendo la liberalización comercial agraria que propone la OMC. Sin duda, la excusa agraria encubre otros muchos temores, ya que la liberalización económica avanzada que propone la Ronda de Doha resta soberanía en una época de gran incertidumbre. Esto, ampliado, ya se ha comprobado en los debates del G-8 sobre el cambio climático. Los países emergentes en rápido crecimiento no aceptan compromisos que dificulten su evolución económica, por problemas que ellos no han creado, aunque pueden agravarlos. En Ginebra, la excusa ha sido una 'cláusula de salvaguardia' aplicable a las importaciones agrícolas, que permite elevar la protección en la frontera cuando las importaciones superan un determinado porcentaje. India quería fijar dicho valor en el 10%, y EE UU exigía el 40%. Hay que reconocer que el 10% es un valor insignificante, pero ¿qué representa abortar todo el proceso hacia el acuerdo final por dicho motivo? En mi opinión, quiere decir que muchos países no están dispuestos a ceder soberanía en agricultura y alimentación, que aporta millones de empleos rurales y es la base del consumo familiar.
Esto se ha podido comprobar el año pasado, cuando se obstaculizaron las propias exportaciones agrícolas para mantener los precios y un abastecimiento suficiente en los mercados internos de bastantes países. Para todos ellos, el problema de la liberalización planificada a largo plazo del comercio mundial es que se trata de una apuesta estratégica de las grandes potencias desarrolladas y de algunos grandes exportadores (como Brasil, Australia o Nueva Zelanda). Con la actual incertidumbre económica y sin una gobernanza económica mundial que garantice los mínimos equilibrios para todos, los acuerdos multilaterales a diez años vista son una quimera.
Pero el proceso globalizador proseguirá, independientemente de la versión liberal doctrinaria que intentan imponer Doha y la OMC. Los negocios son los negocios, y la realidad empresarial va abriendo el camino a un multilateralismo no doctrinario. Y ello implica que los Gobiernos intervienen en los mercados cuando es políticamente necesario, porque para eso están.
La OMC debe modificar sustancialmente sus objetivos y métodos de trabajo. Nadie duda de que deba insistir en abrir nuevos espacios de libertad comercial y regular las diferencias que puedan surgir entre sus miembros. Pero es necesario que contemple las realidades económicas y estructurales con menos prejuicios. Las intervenciones gubernamentales en los mercados no suelen ser caprichosas. Habitualmente responden a los intereses de regiones, poblaciones o intereses sociales y económicos legítimos, y de los que depende la estabilidad política de un país. Frente a estos argumentos, desenterrar el debate eterno del proteccionismo frente a librecambio para finalizar exponiendo las virtudes del mercado libre, es tan inútil que al final no se alcanzan acuerdos porque, en el fondo, ninguna de las partes los desean.
Carlos Tió Saralegui. Catedrático de Economía Agraria de la Universidad Politécnica de Madrid