El poder desencadenante de la prensa
Vivimos tiempos difíciles en los que no es posible callar o hablar sin peligro', escribía nuestro Luis Vives a la altura del siglo XVI. La observación mantiene su validez. Los tiempos siguen siendo difíciles con distintas modulaciones y el silencio o el pronunciamiento están, como entonces, cargados de peligro, pero cabría decir también que de oportunidades.
Ahora mismo vuelve a comprobarse el poder fulminante de la palabra. Un buen amigo periodista precisaba en las páginas de CincoDías el viernes pasado que la gran cuestión para dar a Barcelona el agua de boca necesaria para aplacar su sed, por encima del coste y las dificultades de la obra civil, es la obra semántica. El proyecto, la licitación y la adjudicación de la canalización es pecata minuta en comparación con la energía y el tiempo consumido en la búsqueda de una denominación que pudiera ser aceptable para los aragoneses altivos que se consideran propietarios del río.
Y ayer mismo, durante la comparecencia del vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, ante la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados volvió a comprobarse que la mayor diferencia con su antagonista Cristóbal Montoro, portavoz del Grupo Popular, radicaba en la denominación o abominación del término crisis para definir el momento actual.
En su libro titulado Cuando las imágenes toman posición, que ha sido premio internacional de ensayo 2008 del Círculo de Bellas Artes, el filósofo Georges Didi-Huberman, profesor en L'æpermil;cole des Hautes æpermil;tudes en Sciences Sociales de París, se ocupa del poder desencadenante de la prensa, de observar la extrañeza, de desmontar el orden, de volver a mostrar la política y de remontar la historia. Sus páginas permiten confirmar el poder desencadenante de la prensa también en el ámbito de la economía.
En España estamos enzarzados con los índices y las previsiones de los valores que alcanzarán. Se detecta un entusiasmo por cualquier avance negativo, lo cual sintoniza con el gusto particular que el español tiene por el desastre. Hace años las vicisitudes de la peseta se retransmitían con la misma pasión épica que inunda las mejores narraciones deportivas. Los periodistas se dirigían a sus audiencias como si les estuvieran recabando un último esfuerzo capaz de que la peseta saliera de la banda de oscilación permitida por aquel sistema monetario europeo. Otro tanto cabe decir de las devaluaciones, que siempre se sucedían en las circunstancias más devastadoras.
Así que estamos empleándonos a fondo para aplicar por parte de Montoro o evitar por parte de Solbes la etiqueta de crisis como definitoria de la situación y para maquillar o exagerar las previsiones de crecimiento, de paro, de inversión o de lo que sea. Siempre a la búsqueda de una institución española o internacional que exprese en términos más graves su pesimismo sobre España.
Dentro o fuera de España la tarea mejor apreciada es la de encontrar las previsiones más aciagas para echárselas en cara al Gobierno con el aire de las rabietas infantiles: 'Chincha rabiña, que tengo una piña, con muchos piñones y tú no los comes'. Algunos son incapaces de disimular la envidia que les ha producido la caída de algunos bancos en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia o Suiza, sin que aquí hasta el momento haya pasado nada comparable, pero mantienen la fe de que más pronto que tarde alguna institución financiera caerá.
Desde luego si los medios de comunicación pueden contribuir al cumplimiento de esas profecías de catástrofe lo harán con todo fervor para exhibir después su acierto como pronosticadores. Sabemos que la banca se basa en la credibilidad del público y que una vez deteriorado ese intangible se forman colas de un público angustiado por recuperar sus depósitos y entonces nada puede hacerse y sobreviene la quiebra.
Miguel Ángel Aguilar. Periodista