Inflación de alimentos
En el último lustro, casi todo lo relacionado con la globalización era un cuento rosa. Pero en menos de un año, la crisis financiera ha puesto al descubierto algunos aspectos negativos del fenómeno y las tornas se vuelven grises. El epicentro de la crisis se ha producido en el centro económico y financiero global y comenzamos a ver lo poco preparadas que estaban nuestras instituciones para afrontar retos y crisis globales.
Un problema que va a poner a prueba la capacidad de la sociedad global para continuar con el proceso globalizador va a ser la inflación de alimentos. La historia se repite y, al igual que en los setenta, el ciclo de materias primas anticipa un periodo de tensiones inflacionistas globales. Es curioso que, de nuevo, se culpe a los especuladores del desorden monetario mundial y no nos debería extrañar que en breve aumente la notoriedad de visionarios maltusianos, proponiendo controles de precios y crecimiento cero para evitar una catástrofe humanitaria.
Como profesor, cada semana me desplazo a la Universidad de Alcalá. El edificio que alberga la Facultad de Económicas es una joya arquitectónica que en el siglo de oro alojó un convento en el que, junto al resto de edificios maravillosamente conservados por la Universidad, desarrollaban sus estudios los principales referentes de la escuela escolástica española.
Los monjes, en sus cartas al rey, formalizaron el primer antecedente, de la edad moderna, de la Teoría Cuantitativa del Dinero. El rey de España tenía la misión divina de evangelizar a todos los herejes globales. Para ello no dudaba en guerrear en cualquier lugar del planeta que pusiese en riesgo los valores del catolicismo. Los gastos militares crecían y los barcos de oro procedentes de las indias se monetizaban nada más llegar a puerto. Los monjes observaron que el incremento del dinero en circulación provocaba un incremento generalizado del nivel de precios, especialmente de los alimentos básicos.
En la actualidad, Estados Unidos ha asumido la misión de defender los valores democráticos globales y las familias estadounidenses llevan al límite el lema romano carpe diem. Hasta 2007, la debilidad del dólar y las presiones inflacionistas, derivadas del aumento de la cantidad de dinero en circulación mundial, se compensaban por el fuerte crecimiento de la productividad y la eficiencia global.
Pero la crisis financiera ha puesto en marcha un mecanismo perverso y caótico de generación de liquidez mundial. En plena campaña electoral, la Fed se quedó sola ante el peligro de una grave recesión y sobrerreaccionó bajando los tipos agresivamente y desplomando al dólar. Nadie, salvo los europeos, está dispuesto a asumir el ajuste del billete verde y la mayoría de países emergentes intervienen frenéticamente en el mercado de divisas, espoleando los flujos de capitales y la volatilidad financiera, creando un entorno extremadamente atractivo para la especulación.
Los economistas debemos explicar a la sociedad las causas del problema y las implicaciones de las posibles soluciones. La prioridad debe ser frenar la debilidad del dólar. Eso supone reconocer que la Fed ya no puede hacer más y que, para solucionar la crisis financiera y la recesión, la sociedad estadounidense tiene que socializar parte de su deuda privada, con el correspondiente aumento de los tipos de interés de largo plazo. Esto implica reconocer que en la última década han vivido por encima de sus posibilidades y que ahora hay que incrementar el ahorro, público y privado, para pagar las reparaciones de los excesos financieros y de sus guerras en favor de la libertad.
Hay que presionar a China y denunciar que no se puede definir al gigante asiático como una economía de mercado, si su Gobierno sigue interviniendo con impunidad para controlar los dos principales precios relativos: tipos de interés y tipos de cambio. Los chinos tienen que dejar de subvencionar, vía tipo de interés, empresas que no son rentables y aproximar, gradualmente, su tasa de crecimiento al 7% que propugnan sus planes quinquenales.
A corto plazo, la única solución para que caigan los precios de los alimentos es provocar una caída significativa del precio del petróleo. Hay que explicar que en Londres y Nueva York no se almacenan barriles de petróleo y que el superávit de Arabia Saudí se aproxima al 30% de su PIB. Entonces, ¿quién es el vil especulador? Un descenso rápido del petróleo a niveles de 80 dólares el barril reducirá los precios de los alimentos, al disminuir sus costes esperados de recolección, y expulsará del mercado a todos los aprendices de especuladores que han visto en las materias primas un activo seguro para sus ahorros. El BCE debe bajar cuanto antes de su nube de ortodoxia y reconocer que aumentar la liquidez y hacer una política de euro fuerte contribuye al desorden monetario global. Los Gobiernos europeos deben acometer reformas, especialmente en el mercado de trabajo, que faciliten la labor a la autoridad monetaria.
Pero debemos ser implacables sobre los controles de precios, ya que el libre juego de los precios de mercado será el que emita señales a empresas y consumidores para eliminar el problema de escasez. Si narcotizamos la inflación, convertiremos un problema transitorio, lo acontecido desde el pasado verano, y monetario en uno permanente de ineficiencia y mayor inflación futura.
Hay que aprovechar la crisis para desarticular todas las distorsiones de precios que suponen las políticas agrarias de Japón, Estados Unidos y Europa y que van a provocar que en plena escasez de alimentos mundial, el girasol se deje sin cosechar en la meseta castellana y el maíz se destile para producir bioetanol en las grandes llanuras de Estados Unidos. Además, es necesario concentrar la ayuda al desarrollo para atender una posible crisis humanitaria, si la cosecha vuelve a ser decepcionante este año.
Extraer lecciones de nuestros errores de los setenta es la mejor ayuda que podemos brindar a las rentas más bajas del planeta, que siempre son los más perjudicados por el impuesto inflacionario.
José C. Díez. Economista jefe de Intermoney