Administración pública
Todos los Gobiernos incluyen en sus programas electorales la reforma de la Administración Pública para que funcione eficazmente. Sin embargo, cuando alcanzan el poder queda relegado o se limitan a meros retoques. A pesar del fuerte aumento del gasto público desde 1960, la Administración y su proceso de toma de decisiones apenas se ha modificado. Seguimos anclados en una Administración decimonónica, preocupada del proceso y no del producto, sin la menor inquietud por la eficacia, a pesar del mandato constitucional. La concepción de considerar la actividad de la Administración como un gasto y no como una producción de servicios, caló inclusive en los contables nacionales.
Existen razones que justifican un cambio en el proceso de producción de los servicios colectivos: establecer una nítida distinción entre la provisión y la producción, la alta participación que el gasto público alcanza en el PIB, el deterioro en la calidad de los servicios públicos y la entrada de España en la UE, ya que indirectamente los servicios públicos constituyen un input en la producción de bienes y servicios del sector mercado y, por tanto, influyen en la mayor o menor competitividad de nuestros productos dentro de la Unión. Por ello, hay que crear una nueva Administración, la del Siglo XXI. El presidente del Gobierno en funciones ha manifestado que cambiará el Gabinete para hacerlo más funcional, añadiendo que su estructura no va a ser exacta a la actual. Parece que planea unificar en una supercartera las cuestiones sociales, y otra que aglutine las competencias relacionadas con la innovación y la lucha contra el cambio climático.
El reto que tiene el nuevo Gobierno es el de la modernización de la Administración Pública con el objetivo Europa. La fuerte descentralización del gasto público en las Comunidades Autónomas, que se han convertido en los suministradores de los servicios públicos (educación, sanidad y servicios sociales), debería dar lugar a que los ministerios se transformaran en organismos con poca estructura administrativa, encargados de la planificación y regulación de la actividad pública.
Para los servicios de la Administración Central, los organismos encargados deberían ser agencias con personalidad jurídica propia. La nueva organización debería establecerse en función de los objetivos que España tiene que alcanzar ante la UE. Con base en estos objetivos, la Administración del Estado tendría que agrupar en un mismo ministerio todos los instrumentos necesarios para alcanzar un mismo objetivo, que por otra parte supondría la necesidad de que las opciones políticas estuviesen basadas en evaluaciones de programas alternativos para conseguir el mismo objetivo.
Una nueva organización y un nuevo sistema de dirección de la producción son los pilares sobre los que hay que asentar la modernización de la administración. La organización se asienta en un principio básico: la separación absoluta entre los órganos encargados de la elaboración de las políticas, que serían los departamentos ministeriales, y las unidades encargadas de producir los servicios colectivos, que denominamos centros de responsabilidad. Tal separación es coherente con la distinción entre los dos tipos de funciones que realizan las Administraciones Públicas: la normativa de gobierno y la de gerenciar la producción.
Determinar qué bienes públicos producir, para quiénes y cómo financiarlos, requiere una organización centralizada: los ministerios, a nivel central, serían los órganos que tomen las decisiones. Sin embargo, la decisión de cómo producir los bienes es un proceso técnico-económico, tanto para los bienes privados como para los bienes públicos; debería elegirse el método de producción que resulte más adecuado, desde el punto de vista del coste como del rendimiento. Para un objetivo dado de producción, el proceso técnico para producir el bien o servicio, ya sea público o privado, será aquél que consiga minimizar el coste para una calidad.
La función de producción de los centros de responsabilidad no debe estar constreñida por ningún condicionante para conseguir la eficiencia, y por tanto debe someterse al derecho privado. Ello supone separar la provisión de la producción de los servicios colectivos. Los centros de responsabilidad constituyen la verdadera armazón de la organización que se propone. No son las direcciones generales ni los organismos autónomos, sino cada hospital, instituto, juzgado, etc., es decir, cada centro que produce un servicio.
Los centros de responsabilidad han de gozar de autonomía para que funcionen eficientemente, por lo que su gestión debe estar sometida al derecho privado y no al público. Se requiere además una amplia delegación de atribuciones, el cambio de cultura de los directivos, el cambio en el proceso decisiones, y el funcionamiento como empresas de los centros de responsabilidad. Los que estén al frente actuarán como verdaderos gerentes de empresas, pero sometidos a la responsabilidad que conlleva no alcanzar los objetivos fijados.
Si razones de integración social, equidad, dificultad de conocer los mercados, externalidades, etc., han llevado a la provisión pública de las necesidades preferentes, es evidente que lo que hay que garantizar en el supuesto de producción privada, es que se cumplan los objetivos que dieron lugar a la transformación de necesidades privadas en preferentes con provisión pública, para lo cual hay que establecer el oportuno sistema de control público. Pero ello no debe ser justificación para eliminar al sector privado de la producción de dichos bienes, si su eficiencia productiva es superior a la pública.
Un país de tradición socialista como Suecia ha introducido competencia en los bienes de la protección social entre sector público y el privado, conservando la financiación pública. La modernización debe cerrarse con algo tan elemental, pero que la Administración Pública se resiste a aceptar, como la introducción de criterios de mercado en su labor. La separación de funciones de regulación, provisión y producción hace factible introducir la colaboración de las empresas en la gestión pública. Los ministros Jerónimo Saavedra y Eduardo Zaplana, de distinta ideología, admitían esta colaboración.
La organización, como instrumento de eficiencia productiva, debe adquirir en la Administración Pública un papel tan destacado como en la empresa privada. En muchas ocasiones, las ventajas comparativas que una empresa tiene en el mercado sobre otra, proceden de una organización más adecuada. En la Administración Pública la teoría de la organización prácticamente puede considerarse inexistente. Es inconcebible que la empresa más grande del país, que produce miles de tipos diferentes de servicios, en miles y miles de Centros productivos extendidos por toda la Nación, no se haya preocupado de su organización.
José Barea. Catedrático Emérito de la UAM