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Columna
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El necesario programa económico

Superadas las elecciones, el nuevo Gabinete afronta una situación económica en la que el frenazo inmobiliario y el alza del paro acaparan la atención del país. Seguro que ambos temas forman parte de su agenda económica. Y, por ello, las reflexiones que siguen se encaminan a detectar problemas más de fondo a los que debería prestar especial atención. Su manifestación más aguda se encuentra en la evolución de los precios y del déficit exterior, que reflejan tanto excesos de demanda interna como déficits más estructurales.

Respecto de los primeros, el Gobierno tiene que explicar que los aumentos del petróleo y otras materias primas nos han empobrecido. Y que la única actuación posible consiste en trabajar mejor para compensar, vía aumento de las exportaciones, la renta perdida. Además, hay que garantizar un correcto funcionamiento de la competencia, con medidas coyunturales (como las del Gobierno francés sobre grandes superficies) y, en especial, con reformas que profundicen en el buen comportamiento de los mercados. Finalmente, hay que repartir los costes de ese empobrecimiento. Quizás, una reducción de la imposición para aquellos colectivos más afectados por las alzas alimenticias sería adecuada.

Por lo que se refiere al excesivo déficit exterior (cerca del 9% del PIB en 2007), tiene que esforzarse en crear las condiciones que permitan reducirlo drásticamente en el medio plazo. Y ello porque las razones que lo explican, además de los excesos de demanda, tienen un marcado carácter permanente. Por ejemplo, el importante agujero comercial (cerca del 8% del PIB) refleja problemas de competitividad exterior y efectos de la globalización (deslocalizaciones, aumento de la competencia internacional, desvío de IED o fortaleza estructural del euro, entre otros).

Que el 30% de los ocupados de 25 a 35 años sólo tengan, como máximo, estudios primarios es un error que se pagará caro mucho tiempo

La disminución del superávit de la balanza de servicios, por otro lado, sólo en parte cabe atribuirla al ciclo, mientras que las dificultades para aumentar los ingresos turísticos y el creciente déficit en la balanza de servicios no turísticos apuntan también a déficits de competitividad. Finalmente, las transferencias corrientes presentan ya saldo negativo, al tiempo que las de capital tienden a cero. En síntesis, una parte no menor de los problemas del sector exterior posee un elevado componente estructural. Y sólo pueden resolverse con la mejora de la competitividad que exige, necesariamente, la mejora de la productividad.

El futuro de los precios de las materias primas y el aumento de la competencia internacional van a continuar presionando sobre el déficit exterior. Y dado que no podemos continuar hipotecando renta futura hay que reducir nuestra dependencia del crédito exterior. Y, en la medida en que esta demanda tiene un elevado componente permanente, exige reformas de fondo, encaminadas a mejorar la productividad y la competitividad. Esta es la única vía de mantener, en el futuro, nuestro nivel de vida.

Por ello, la productividad continúa siendo el principal problema del país. Y la agenda del nuevo Gobierno tiene que continuar situándolo como el eje central de su actuación, ya que aunque es mucho lo andado, queda todavía mucho por avanzar, tanto en capital humano como en infraestructuras físicas, tecnológicas o energéticas.

En el ámbito de la formación, el fracaso escolar y la baja tasa de escolarización posobligatoria son sus dos principales problemas. Que cerca del 30% de los ocupados de 25 a 35 años sólo tengan, como máximo, estudios primarios es un error que pagaremos caro mucho tiempo. Por ello, la lucha contra el fracaso escolar, fomentando la excelencia y la responsabilidad, constituye un reto inaplazable.

Lo mismo sucede con los estudios secundarios no obligatorios. En este ámbito, escasamente el 20% de los ocupados ha alcanzado esa formación frente a valores superiores al 50% en el centro y norte de Europa. Finalmente, la universidad necesita ampliar su generación de conocimiento con una estrecha vinculación al tejido productivo. Y ahí, la modificación de sus órganos de gobierno aparece como inexcusable.

Por lo que se refiere a la tecnología, poco se puede añadir a la anterior política de I+D más que demandar su profundización. Y en este campo habría que añadir la necesidad de una red de telefonía que permita al conjunto del país, y a un precio asequible, una conexión rápida y eficaz.

En el ámbito de otras infraestructuras físicas, la mejora de la red ferroviaria aparece como crítica. Y quizás las prioridades de España no pasen por la extensión del AVE. Seguro que una mayor atención al transporte de mercancías y unas adecuadas redes de cercanías serían más beneficiosas para el necesario aumento de la productividad que tanto precisamos.

Por último, hay que acelerar la transición desde el excesivo uso del petróleo hacia otras fuentes internas, tanto por motivos medioambientales como por razones de equilibrio exterior.

Para terminar, dos últimas consideraciones. La primera, relativa a la inmigración y a su inevitable necesidad los próximos años. Ahí el Gobierno debe esforzarse para conseguir la mejor integración posible: necesitamos que esos inmigrantes devengan ciudadanos, no trabajadores invitados. Y ello exige una activa política educativa, sanitaria y de vivienda pública que evite el deterioro de esos servicios. Finalmente, hay que invertir mucho más en el apoyo a las familias, con el objetivo de fomentar la natalidad, tan necesaria para afrontar los futuros problemas en pensiones. Y ahí la política de vivienda, la de guarderías, el desarrollo efectivo de la Ley de Dependencia o el apoyo directo a la natalidad son piezas de un mismo rompecabezas.

Al lector no se le escapará que un programa como el esbozado exige un esfuerzo fiscal no menor. Para bien o para mal, los problemas que debe abordar el país en el medio plazo exigen más, y no menos, recursos públicos. Este esfuerzo es otro, uno más, de los ajustes pendientes de nuestra economía. Convendría que el nuevo Gobierno no lo olvidara.

Josep Oliver Alonso Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona

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