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Tribuna
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Sobre los buenos propósitos

Mi amigo Ángel, que es capaz como nadie de crear atmósferas de misterio/expectación cuando relata historias, anécdotas o sucedidos, dice que en estos tiempos los que mandan (banqueros, hombres y mujeres de negocios, políticos relevantes) tienen mucho 'sexo guardado', no escondido, que es otra cosa. El que esconde, oculta a los demás alguien o algo, muchas veces con malicia. El que guarda, reserva; seguramente para tiempos mejores o para cuando sea menester. Algo tendrá que ver, digo yo, la llamada erótica del poder con este galimatías reflexivo y con lo de guardar el sexo o lo que sea, algo que puede convertirse en una táctica habitual en estos tiempos que corren y en los que se avecinan. Eso dice mi amigo Ángel, un catalán laico, cabal y sabio, inteligentemente provocador, al que yo creo.

Cuento esto a propósito de las pasadas fiestas. En las últimas semanas, y en los más diversos foros, hemos oído o pronunciado centenas de veces las palabras/frases clásicas: paz, feliz, felicidades, próspero, venturoso, te deseo lo mejor, año nuevo, gracias por todo y otras de parecida índole. Y cuando ha pasado la lotería sin rozarnos, alguna sentencia con más solera todavía: lo importantes es la salud, mientras -con cara de mala leche- juramos en arameo por la suerte del vecino al que le ha tocado la pedrea o le han enviado una cesta de Navidad, y a nosotros no. Así son las cosas. Guardamos en nuestro interior lo mejor y lo peor. Acudimos a las comidas/cenas de empresa, que son de hermandad (?), con la sonrisa puesta y la mala leche guardada, esperando siempre tiempos mejores; a escondidas, pero sin demasiado recato, ponemos de hoja perejil al jefe, seguramente con razón, aguardando ansiosos una subida de sueldo que nunca es suficiente, o un ascenso que tampoco llega. Hacemos actos de contrición (¿todavía existe eso?) y nos ponemos deberes para los 12 meses que invariablemente principian en enero; escribimos un relatorio de buenos propósitos y nos comprometemos para dejar de fumar, o beber menos, ir al gimnasio con regularidad, hacer más vida de familia, colaborar con una ONG de las que merezcan la pena o ser empáticos con los que nos rodean. Queremos ser felices a toda costa, consumir menos y vivir mejor, seguramente porque nos acordamos de lo que decía Aristóteles, que el hombre feliz necesita gozar sin dificultad de diferentes bienes exteriores.

Pero nos olvidamos de que nos ha tocado vivir la era de la felicidad paradójica (Lipovetsky, 2007), y de que se ha puesto en marcha una nueva fase del capitalismo del consumo, la sociedad del hiperconsumo, que reclama también soluciones paradójicas. La búsqueda de la felicidad es un camino sin fin y el individuo, en la época de la comunicación y del progreso (muchas veces confundido con la velocidad), es un ser desamparado. En un tiempo de transición y de incertidumbre, de no saber muy bien dónde se va, cobran sentido los versos del poema de Fernando Adam: 'Irse tiene sus fronteras/ en un lado lo que dejas/ en el otro lo que esperas'.

En feliz y acertada expresión de Z. Bauman, estamos transitando de una modernidad 'sólida' (estable y repetitiva) a una 'líquida'; es decir, flexible y voluble, 'en la que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse y no sirven como marcos de referencia para la acción humana'. La llamada cuesta de enero es un ejemplo de cuanto digo. Nos tocará pagar los excesos navideños y poner en marcha -singularmente en las empresas- las estrategias y planes de actuación diseñados en los últimos meses de 2007, sin olvidar que la estrategia es, debe ser, una respuesta global inteligente. Si no es global, será una simple táctica; si no es inteligente, será una tontería y no están los tiempos para hacer estupideces. Hay que pensar en la empresa del futuro como una institución de servicio público que, además de crecimiento, empleo y resultados, tenga un fuerte compromiso social. Nos lo van a exigir, muchos empleados lo han pedido en sus cartas a los Reyes Magos, y la sociedad lo demanda. El mejor propósito, porque de eso se trata, es que seamos capaces de cumplir con nuestro deber sin presumir demasiado, con coherencia y sin engaños.

Ignoro si para conseguir la felicidad, también en las empresas, hay que hacerse el idiota o serlo de verdad. Tengo la impresión de que en esta época no podemos buscar el absoluto. Seguramente lo importante no es ser feliz, sino merecerlo. Y no debemos desesperar. Jorge Luis Borges, mi amigo literario, tiene escrito, con razón, que 'si en todos los idiomas existe la palabra felicidad, es verosímil que también exista la cosa, siquiera a modo de esperanza o de nostalgia. Algunas veces, al doblar la esquina o cruzar una calle, me ha llegado, no sé de dónde, una racha de felicidad…'. A mí, y a todos vosotros, espero que también nos llegue en 2008.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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