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Tribuna
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¿Qué hacer con el Tribunal Constitucional?

La batalla jurídica, y política, desatada en torno al Tribunal Constitucional, tanto en lo referente a su composición como al ejercicio de sus competencias, lo han situado bajo los focos de la opinión pública. Aunque los problemas de fondo que lo aquejan y que determinan, en gran parte, su crisis actual, difícilmente toleran la banalización implícita en los grandes debates ciudadanos, van a provocar, sin duda, una renovada preocupación por la justicia constitucional tanto en los debates como en los programas electorales.

No deberíamos dejar pasar la ocasión. El Tribunal Constitucional ha desempeñado, sin duda, un importantísimo papel en la consolidación de nuestra democracia y en la penetración del texto constitucional en la vida política, económica y social. Su labor doctrinal ha sido ingente y encomiable y, gracias a ella, la vigencia de los principios constitucionales no se ha limitado al papel de las grandes declaraciones programáticas sino que ha impregnado y vivificado nuestra democracia. Reconocido lo cual, y tras casi 30 años de andadura, consolidadas las instituciones democráticas y superadas cautelas y desconfianzas propias de etapas de transición, es probablemente el momento oportuno para replantearse el papel que ha de jugar el intérprete más cualificado de nuestra Constitución.

La evolución del tribunal en estas casi tres décadas de actividad lo ha alejado, por una parte, del núcleo central de sus competencias (el control de constitucionalidad de las leyes y la resolución de los conflictos de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas) y, por otra, lo ha visto perderse en laberintos interpretativos relacionados con la aplicación de la legislación ordinaria y en discusiones con los órganos judiciales que tienen constitucionalmente atribuida la misma (en particular, con el Tribunal Supremo).

La figura del recurso de amparo, establecida para garantizar a los ciudadanos la tutela de sus derechos fundamentales, ha sufrido una elefantiasis que le ha llevado a absorber casi completamente las energías del tribunal. Mientras en Francia la Corte Constitucional, equivalente a nuestro tribunal, interviene tempestivamente para dilucidar, en muy corto plazo, la constitucionalidad de las leyes, nosotros hemos de esperar años hasta que las dudas al respecto quedan resueltas por medio de una sentencia constitucional. Sentencia que, en no pocas ocasiones, carece de todo efecto útil en el momento en que se dicta (por el cambio normativo posterior al enjuiciado, por la consolidación de situaciones políticas, etcétera), por lo que puede recrearse en la lanzada a moro muerto cuando no ser recibida con el escepticismo que provocaban las intervenciones de la Santa Hermandad (el clásico a buenas horas mangas verdes).

Es, pues, la figura del recurso de amparo la que ha de someterse a revisión. Se trata, en mi opinión, y sin demérito del importante papel que ha jugado, de un producto típico de la transición a la democracia, basado en la desconfianza hacia los jueces y tribunales (heredados, a fin de cuentas, del franquismo) y en las dudas acerca de su interiorización de los valores constitucionales. Hoy día, tal y como está configurada, dicha figura carece de sentido. O para andarnos sin tapujos: no tiene hoy día razón de ser y su subsistencia provoca ya más perjuicios que beneficios al sistema constitucional.

Através del recurso de amparo y de su desmedido protagonismo, el Tribunal Constitucional, descuidando sus tareas fundamentales, tiene tendencia a asumir un rol que implica una interlocución continua con los tribunales ordinarios (un afán revisor o supervisor de sus decisiones e interpretaciones) y, por ello, un cierto fundamentalismo constitucional. Si la actividad principal del tribunal se centra, en efecto, en el control de la pureza constitucional de la jurisprudencia ordinaria, inevitablemente se cae en la tentación de buscar continuamente recovecos de protección constitucional que han pasado desapercibidos, garantías más o menos remotamente derivadas de los textos constitucionales que no han recibido la necesaria tutela, etcétera.

Por otra parte, y unido a ello, la condición mayoritariamente académica de los magistrados constitucionales, muchas veces sin apenas experiencia en la resolución de los complejos problemas derivados de la aplicación práctica del Derecho, alimenta la hipervaloración de su condición de guardianes de la Constitución y fundamenta una interpretación extensiva del recurso de amparo y de los requisitos de acceso al mismo (que sólo limitadamente podrá corregir la reciente reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional).

Todo ello genera una creciente inseguridad interpretativa. Cada vez son más frecuentes las intervenciones del Tribunal Constitucional en cuestiones de pura legalidad ordinaria, y cada vez más el texto de la ley, a pesar de su claridad y de no venir considerado inconstitucional, es relativizado para que no pueda estropear las refinadas construcciones dogmáticas del tribunal.

Como decía antes, es hora de afrontar estos temas y de reconducir la figura del Tribunal Constitucional a sus justos límites. El amparo judicial de los derechos fundamentales debe estar confiado a los tribunales ordinarios, y en última instancia al Tribunal Supremo, bien a las actuales salas del mismo bien a una nueva sala que asumiría específicamente las competencias correspondientes. El Constitucional debe limitarse a sus funciones esenciales, resolviendo en un corto plazo los recursos y las cuestiones de inconstitucionalidad, y los conflictos de competencias. El Tribunal Constitucional debe decidir acerca de la constitucionalidad de las leyes, cuando resulte debatida. De su interpretación y aplicación, con arreglo a la Constitución, deben ocuparse los tribunales ordinarios. Y no parece que hoy día éstos necesiten instancias externas supervisoras de su rectitud constitucional,

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

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