Reformas sin consenso
Los efectos de la última reforma laboral están, según el autor, agotados. En su opinión, un nuevo proceso de diálogo social al respecto difícilmente aportaría avances sustanciales, por lo que habría que exigir, de cara a las elecciones generales, propuestas claras a las distintas fuerzas políticas
El presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, afrontó la semana pasada su primer gran conflicto social, consecuencia de la aprobación de las primeras reformas del sistema de protección social francés. Estas reformas, que desmontan situaciones de privilegio de determinados sectores de la población trabajadora (integrados en el tradicionalmente poderoso sector público), provocaron la convocatoria de una huelga de protesta que trataba, como otras veces, de impedir la aplicación de las medidas acordadas.
Lo primero que llama la atención del episodio es la determinación, inusual en nuestros pagos europeos, de llevar adelante los compromisos del programa electoral a pesar de la oposición sindical. La situación no deja de ser curiosa: las medidas planteadas merecen, según los estudios de opinión, una amplísima aceptación por parte de la población, que también aprueba, aunque con menor contundencia, la determinación de llevarlas adelante sin consenso social. Y los sindicatos discrepan, más en relación con la forma que con el fondo, reclamando una previa negociación y un consenso acerca de las reformas y de los plazos para su implantación.
El diálogo social ha servido, en ocasiones, como procedimiento para embalsar los temas, retrasando o impidiendo la toma de decisiones
Hay que decir que la negociación se ha producido, si bien el tiempo concedido a la misma ha sido reducido, lo que ha impedido el habitual proceso lento de maduración de los acuerdos sociales. En todo caso, lo que se está poniendo de manifiesto es, por una parte, la dificultad de implantar ciertas reformas por la vía del consenso, aunque en el fondo exista un amplio acuerdo sobre las mismas (al menos en las cúpulas sindicales y empresariales). Y, por otra, la utilización del diálogo social, en ocasiones, como procedimiento para embalsar los temas, retrasando o impidiendo la adopción de decisiones.
Lo cual no implica negar el valor del diálogo y del consenso social. Particularmente entre nosotros, los resultados de dicho diálogo han sido muy positivos y la actitud de las organizaciones sindicales y empresariales ha permitido afrontar razonablemente el gran desafío de las democracias actuales que es, más que la gestión del conflicto, la ordenación de la necesaria concertación. Pero el consenso tiene sus límites y debemos ser conscientes de ellos.
¿Cuáles son esos límites? El caso francés nos muestra claramente el primero: es muy difícil desmontar privilegios o situaciones que se dan por adquiridas, y casi imposible por la vía del diálogo. Como decía Josep Pla, las ostras no se abren por persuasión o, como decían los viejos marxistas cuando se mantenían las ensoñaciones de destrucción de la burguesía, nadie se sienta a negociar su propia desaparición.
El segundo deriva de la propia naturaleza sindical. Los sindicatos, nos recuerda Ingrao, representan los intereses de los hombres de carne y de hueso de esta generación, y por tanto están condicionados por el corto plazo, tienen dificultades de gestión de las medidas exigidas por planteamientos a largo plazo, que impliquen sacrificios para sus bases del momento. Por mucho que se sigan llamando 'de clase', los sindicatos son, y cada vez más en una sociedad también cada vez más compleja, organizaciones corporativas. Y como decía Benedetto Croce, toda profesión o corporación es una conspiración contra el público.
En España tenemos varios ejemplos de cuanto estoy diciendo. Nadie duda de la necesidad de una regulación, ajustada a la Constitución y a la realidad actual de las relaciones laborales, del ejercicio del derecho de huelga. Y nadie debería dudar, aunque todavía algunos lo hacen, de la necesidad de reordenar la estructura de nuestra negociación colectiva, revisando en particular el papel de esa peculiar figura hispana del convenio sectorial provincial. Y sin embargo, en uno y otro caso es muy difícil que el consenso fructifique. En el primero, porque los sindicatos se han demostrado incapaces (más allá de los discursos teóricos) de afrontar un mínimo proceso de racionalización. En el segundo, porque existe una tupida red de intereses, tanto en las organizaciones sindicales como en las empresariales, que dificulta, por sus consecuencias para dichos intereses, la implantación de medidas de reforma.
Pero, sobre todo, debe preocuparnos el recurrente tema de la reforma laboral. Los efectos de la última pueden considerarse agotados. Y, además, han resultado ser los que algunos, tachados de agoreros, pronosticamos: una leve caída de la tasa de temporalidad, un incremento de contratos indefinidos pero atípicos (a tiempo parcial vertical, fijos discontinuos), una más imaginativa utilización de figuras contractuales tradicionales, un leve repunte del desempleo y una tendencia a la mayor externalización de actividades (y, en función de la andadura que tenga la ley recién entrada en vigor, a la mayor utilización del trabajo autónomo dependiente).
Un nuevo proceso de diálogo social al respecto difícilmente aportaría avances sustanciales. El episodio vivido recientemente en el Senado, con la triunfante revuelta sindical (sumisamente seguida por el Congreso), contra una reforma tan comedida y sensata como la que permitía el recurso en la contratación administrativa a las empresas de trabajo temporal, es suficientemente indicativo.
Por todo ello, habría que exigir, en la estación electoral que se avecina, propuestas claras a las distintas fuerzas políticas, en lo que se refiere a las reformas de nuestra Seguridad Social y de nuestras relaciones laborales. Y por supuesto determinación política para llevarlas adelante, a través del consenso social en lo que sea posible, y a través del ejercicio de las propias competencias en lo que no.
Federico Durán López
Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues