Mentiras en el celuloide
José Aguilar analiza, a través del personaje de Richard Gere en 'La gran estafa', la raíz del éxito de los engaños en las relaciones comerciales. Es necesario encontrar un equilibrio entre el deseo y la realidad.
Richard Gere ha firmado una de sus más brillantes actuaciones, lejos de los papeles calcados de seductor irresistible que le dieron fama durante algunos años. En La gran estafa interpreta al protagonista de un sonado escándalo de los años setenta en los Estados Unidos, un personaje complejo que se enfrenta a una tarea que le supera. Clifford Irving, escritor de escaso éxito, intenta llamar la atención de una gran casa editorial al anunciar que Howard Hughes, un multimillonario excéntrico y misterioso, le ha encomendado la redacción de su biografía autorizada. El interés que despierta la figura de Hughes hace que la editorial despliegue todos sus recursos para verificar la autenticidad de este anuncio, y después para aprovechar la extraordinaria oportunidad que se le presenta.
La trama está montada sobre una escalada de sucesos, cada vez de mayor alcance, que se suceden como consecuencia de una primera falsedad, no muy premeditada y casi forzada por los acontecimientos. Clifford se convierte en la primera víctima de la gran farsa que ha montado. Todo empieza como un irreflexivo intento por captar el interés de unos editores esquivos hasta ese momento. Las garantías que éstos le exigen conducen a una elaboración cada vez más sofisticada de su embuste.
La gran estafa no pretende ser una historia moralizante, lo cual la convertiría en un producto previsible y aburrido. Sin embargo, no puede dejar de mostrar, sin proponer juicios de valor, un hecho frecuente en la práctica. El recurso a la mentira en una relación profesional, aun sin el propósito de perjudicar a terceros, puede aportar ventajas a corto plazo y sirve para salir de un apuro.
Muchos ejecutivos tienden a prestar atención y poner el foco sólo en lo que confirma sus previsiones
Sin embargo, es un procedimiento poco sostenible, pues introduce variaciones sobre una realidad ya de por sí compleja. Y se sabe que la mentira tiene muy poco recorrido. La conexión entre hechos reales y sucesos virtuales es cada vez más precaria. Lo expresó muy bien un conocido mío cuando afirmaba: 'yo ya no miento, porque me estoy haciendo mayor y empiezo a perder memoria'.
Pero desde el punto de vista profesional, lo más interesante es la reacción de los directivos de la editorial. La historia de Clifford resulta delirante desde el principio. Ciertamente, aporta algunos datos que la soportan, y sus debilidades pueden ser justificadas por la excentricidad del personaje biografiado. Sin embargo, es muy curioso cómo pasan por alto algunos signos evidentes de la fragilidad de todo el engaño. Muchas veces para no darnos de bruces con la realidad preferimos mirar hacia otro lado.
Cuando los hechos parecen acorralar al protagonista, éste huye hacia delante incrementando el tono de sus mentiras. Parece como si las propuestas más inverosímiles fueran las que mejor burlan los procedimientos de control.
Una pequeña desviación en un presupuesto, irregularidades nimias en la ejecución de un proceso, inexactitudes irrelevantes en un informe, despiertan todas las alarmas. Sin embargo, la estafa en toda regla es aceptada casi sin discusión.
La película pone de manifiesto la raíz del éxito de los engaños en las relaciones comerciales. Casi sin darse cuenta, Clifford ha generado en la editorial altas expectativas.
Y cuando una persona acoge expectativas ambiciosas, tiende a ver en los hechos la confirmación de aquello que espera. Los deseos anteceden a la realidad, y casi la conforman. Eran tantas las esperanzas puestas por los editores en el éxito de esa obra, que quedaron ciegos ante las evidencias que mostraban su falsedad. Personas astutas y precavidas sólo son sensibles ante los hechos que confirman sus deseos, y llegan a pagar al autor, nada más y nada menos que un anticipo de 750.000 dólares.
La gran estafa es una interesante metáfora sobre la tendencia de muchos directivos a prestar atención sólo a lo que confirma sus previsiones. El interés con el que han forjado sus proyectos les lleva a confundir deseo con realidad. Un gravísimo error que, en ocasiones, suele costar muy caro. Este relato nos plantea la necesidad de alcanzar un difícil equilibrio entre el empuje con el que ponemos en marcha una iniciativa o un proyecto profesional y el realismo con el que evaluamos sus posibilidades de ejecución. Es verdad que tantas veces los sueños son más reales que lo que vemos en nuestro estado de vigilia, pues lo que sea nuestra empresa en el futuro es consecuencia de lo que somos capaces de anticipar hoy a través de una mirada ilusionada.
Se ha dicho que lo malo en esta vida no es ver incumplidos los propios sueños, sino no llegar a tenerlos. Un realismo privado de visión transformadora de la realidad resulta monótono y no genera entusiasmo en su entorno. Por el contrario, suele suceder que los delirios utópicos de quien vende castillos en el aire desembocan en decepciones y aterrizajes frustrantes. Tal vez necesitemos directivos con una visión soñadora, pero con los pies en la tierra.
José Aguilar. Socio director de Mindvalue