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Tribuna
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Darfur, entre el horror y la esperanza

Josep Borrell

En Darfur, una misión del Parlamento Europeo pudo acceder a varios campos de refugiados a ambos lados de la frontera entre Sudán y el Chad.

Cuando, a principios de 2003, acababa la guerra civil de 20 años entre el norte y el sur, empezó la revuelta en Darfur. Desde entonces la guerra ha producido tres millones de refugiados y entre 250.000 y 400.000 víctimas, mostrando todo el horror que es capaz de causar la manipulación política de las fricciones étnicas.

Se dice que la guerra de Darfur -una meseta desértica tan grande como España- es la primera causada por el cambio climático, porque enfrenta a grupos étnicos, agricultores africanos y pastores nómadas árabes, por los recursos naturales escasos: agua y tierra arable. Pero, en su inicio, la guerra en Darfur es la revuelta de una periferia subdesarrollada y marginada contra un centro que acapara el poder en un momento en el que empieza a explotarse el maná petrolero.

Las raíces del conflicto vienen de lejos. Como todo el Sahel, Darfur sufre la gran sequía de mediados de los ochenta que causa 100.000 muertos y empuja a las tribus nómadas hacia las tierras de los agricultores sedentarios. Desde entonces surgen los jenjawid, grupos armados árabes que el Gobierno sudanés utilizó para hacer frente a la rebelión de 2003. Ahora, después del fracaso de los acuerdos de paz de Abuja, en mayo del 2006, todo es mucho más complicado.

Los grupos rebeldes se han dividido en múltiples facciones enfrentadas entre sí. Los jenjawid también se han fragmentado y enfrentado al Gobierno porque se sienten abandonados después de haberles embarcado en la destrucción de sus lazos tradicionales. El conflicto ha degenerado en una guerra de todos contra todos que ha convertido Darfur en una tierra sin ley. Para hacer frente a esta situación, las Naciones Unidas están desplegando en Darfur la mayor operación de ayuda humanitaria de su historia, en la que participan unos 12.000 trabajadores de ONG, y gracias a la cual se mantienen vivos, en condiciones muy precarias, 2,9 millones de refugiados.

Pero los ataques a los civiles continúan, con 170.000 desplazados más en el 2007, y la capacidad de ayudar a las poblaciones en dificultad se sitúa en el nivel más bajo de los últimos tres años. El centro de coordinación de la ONU en Al-Fashir estima que no pueden alcanzar a ayudar a uno de cada cuatro personas afectadas por la guerra. La situación puede ser dramática si la creciente inseguridad impide a los trabajadores humanitarios seguir haciendo su trabajo. Las fuerzas de la Unión Africana (Amis), unos 7.000 hombres, demasiado escasas para un país tan grande, sin equipamiento suficiente, sin un mandato que les permita hacer respetar el alto el fuego y sufriendo numerosas bajas, bastante tienen con protegerse a sí mismas y no gozan de demasiada confianza de la población civil.

Pero mientras no haya otra solución, hay que apoyar a la Amis. La UE ha financiado la práctica totalidad de su despliegue, unos 445 millones de euros, más que los 322 millones de ayuda humanitaria propiamente dicha. Pero antes de fin de año hay un agujero de dos meses que no se sabe cómo pagar y los oficiales de Amis se quejaban de que hacía meses que no recibían su sueldo, a pesar de que el presupuesto comunitario ha pagado religiosamente sus compromisos.

El Gobierno sudanés niega la gravedad del problema y no tiene la voluntad ni los medios de actuar con la energía necesaria. Y sin un mínimo de seguridad no es posible imaginar desarrollo económico y ni siquiera un proceso de negociación que conduzca a la paz. Sólo una fuerza exterior adecuadamente dimensionada y equipada y con un mandato claro que les permita intervenir para proteger a la población civil puede aportar seguridad. Hasta ahora el Gobierno de Sudán se había opuesto al despliegue de una fuerza de las Naciones Unidas, argumentando que la amplificación mediática del drama de Darfur era una excusa para intervenir militarmente al viejo estilo colonial.

Pero ahora no sólo no se opone sino que pide el despliegue de unos 17.000-20.000 hombres. Quizá porque la situación se ha vuelto tan compleja que ya no puede controlarla, o quizá porque no le merece la pena pagar el coste político de oponerse a un despliegue que no seremos capaces de efectuar. Puede que tengan razón y, después de tanto exigirla y tanto reprochar a China que impidiese acuerdos en el Consejo de Seguridad, el mundo demuestre su impotencia para resolver el drama de Darfur y dar contenido a esa 'obligación de proteger' tantas veces proclamada.

Los intereses de EE UU, embarcado en su guerra contra el terrorismo, y los de China, lanzada a fuertes inversiones en el petróleo sudanés, también han dificultado la coherencia internacional en la búsqueda de una solución capaz de poner fin a una guerra que dura ya cuatro años.

No existe ninguna solución milagrosa para una situación tan compleja. Pero es urgente ensayar todas las posibles: el despliegue de la fuerza, reactivar las negociaciones para un acuerdo de paz más comprensivo y ejercer presiones sobre todas las partes para que dejen de intentar conseguir una victoria militar que nadie puede alcanzar. En particular sobre el régimen de Jartum que continuará la guerra, aunque sea subcontratándola a milicias irregulares, mientras se sienta impune. Ello requiere un acuerdo entre EE UU y China, más posible a medida que se acercan los Juegos Olímpicos de Pekín y China entienda que sus intereses y sus inversiones en Sudán se ven amenazados por un conflicto sin salida en Darfur.

Todos estos factores están en juego. Pero después de las últimas posiciones del Gobierno de Sudán, la pelota está ahora en el tejado de la comunidad internacional. En los próximos meses veremos qué hacemos con Darfur pero nadie podrá decir, como en Ruanda, que no sabíamos lo que podía ocurrir.

José Borrell Fontelles. Eurodiputado, ex presidente del Parlamento Europeo

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