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Columna
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Contra la pobreza, comercio

Miles de millones de personas viven hoy en situación de extrema pobreza y millones de niños mueren a causa de enfermedades que tienen fácil remedio. Esa es una cara de la tragedia del mundo en que vivimos, la otra es que en el último medio siglo los países ricos del mundo han gastado más de 2,3 billones de pesetas en ayuda al desarrollo con el noble propósito de erradicar esa situación sin conseguirlo. Conferencias, planes, libros e informes abundaron proponiendo soluciones más o menos eficaces para erradicar la pobreza y, justo es afirmarlo, mucho se ha avanzado en ese empeño, de tal forma que hoy existen muchos menos pobres en el mundo que hace, por ejemplo, una década.

La explicación de que millones de seres humanos hayan escapado de la pobreza no reside, aun cuando a muchos les cueste creerlo, en los efectos de la ayuda concedida sino a que las barreras artificiales y egoístas que defienden los intereses económicos nacionales -entendidos en el sentido más estrecho del término- han ido cayendo poco a poco. Precisamente por esa razón es vital que las próximas conversaciones para reducir aranceles y recortar subvenciones que constituyen la justificación de la llamada Ronda de Doha lleguen cuanto antes a acuerdos generales.

Hace unos días se publicaba en un periódico nacional una entrevista con el director adjunto de la Organización Mundial de Comercio (OMC), el chileno Alejandro Jara. El señor Jara parecía estar moderadamente optimista porque, gracias a discretas conversaciones bilaterales entre 26 ministros de los principales países miembros de la organización, se había 'descongelado' recientemente el rígido enfrentamiento protagonizado hace varios meses en Hong Kong entre tres grandes grupos de países: la UE, EE UU y el llamado Grupo de los Veinte -que engloba a potencias económicas tales como Brasil, China e India, por mencionar tan sólo a las más destacadas-.

Según el señor Jara, en esas conversaciones se había discutido respecto a la liberalización de productos y servicios al tiempo que se estudiaba y negociaba sobre los impactos que en cada caso tendría el recorte de aranceles o de subvenciones. Para que el lector pueda hacerse una idea del impacto que los beneficios de un acuerdo de libre comercio, referido tanto a la agricultura como a la industria y los servicios, tendrían diremos que, en 2005, el Banco Mundial los cifró en unos 300.000 millones de dólares anuales a lo largo de un periodo de 10 años.

El director adjunto de la OMC reconoció que para que los países pobres se beneficiasen del crecimiento que el libre comercio originaría se precisaría que la asistencia actualmente ofrecida a dichos países -bilateral o internacional- fomentase la formación de sus nacionales, la construcción de infraestructuras adecuadas y la puesta en funcionamiento de la tecnología precisa en cada caso. Dicho en román paladino, es preciso orientar la ayuda internacional a los países pobres para que éstos puedan, entre otros fines primordiales, obtener el máximo provecho de la libertad de comercio.

Pero a pesar de tan sensato enfoque y de tan alentadoras impresiones de quien por su cargo parece que sabe de lo que habla, conviene mantener una actitud de cautela.

Desde luego son las grandes potencias económicas mundiales -en concreto EE UU y la UE- a quienes corresponde ser más generosas -¡por cierto, que el triunfo de los demócratas en las pasadas elecciones legislativas americanas de noviembre de 2006 constituye un mal augurio, pues sus senadores y representantes suelen ser claramente proteccionistas!- para que los países pobres obtengan los beneficios apetecidos, pero no lo es menos que a la hora de reducir aranceles y subvenciones Japón y Noruega, como ejemplo de tapados, tienen mucho que conceder en el terreno agrícola y los grandes países del Grupo de los Veinte estarán obligados a efectuar sustanciosas concesiones -a las que hasta ahora se han negado reiteradamente si no obtienen contrapartidas en el campo de los productos agrícolas- en los terrenos industrial y de servicios.

Podría concluirse, primero, que los países desarrollados están obligados a continuar ofreciendo ayuda a las naciones más pobres, si bien a todos interesa que ese dinero se encauce eficazmente para evitar despilfarros o, lo cual es peor, engrose las cuentas particulares de sátrapas sanguinarios y gobernantes corruptos. Pero, en segundo lugar, no me cabe la menor duda que el libre comercio constituye la mejor ayuda para salir de la pobreza.

Raimundo Ortega. Economista

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