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Columna
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La ciencia contra la crispación

El análisis con criterios científicos de cualquier fenómeno económico o social y, lo que es más importante, la divulgación de las conclusiones alcanzadas por profesionales del periodismo que tienen la obligación deontológica de ceñirse a informaciones verdaderas, puede constituir una contribución de extraordinario valor para reducir el peligroso grado de crispación al que, tan inconscientemente, se está llevando a la sociedad española.

El modo en que la ciencia puede contribuir a aliviar la crispación comienza por las propias características de las personas que se dedican a la actividad investigadora. Una actitud modesta, consciente de la complejidad de cualquier fenómeno, por sencillo que parezca, respetuosa y crítica con los métodos de investigación hasta el punto de señalar sus limitaciones y posibles errores en la estimación de cualquier fenómeno, constituye un ejemplo frente a quienes, desde actitudes soberbias, se creen en posesión de la verdad y ofrecen lecturas simplistas y estereotipadas de la realidad a través de mensajes de clara intencionalidad política.

Además de la actitud, importante como ejemplo moral, la propia divulgación de los resultados de las investigaciones es la que, si se hace con rigor y elocuencia, más puede contribuir a reducir los grados de crispación social. Materias como el déficit fiscal de las comunidades autónomas, el uso del agua y su escasez, los efectos que las reformas fiscales están teniendo en la distribución de la renta, el trasvase de rentas que se está generando a través de la especulación inmobiliaria, son cuestiones de índole económica que, habitualmente, se aprovechan para enfrentar colectivos o para fomentar sentimientos de agravio y, por tanto, requieren una clarificación por parte de la comunidad científica que centre la dimensión de cada problema sobre bases objetivas y neutrales. Estos ejemplos podrían extenderse a otros campos, si cabe más complejos, como los de las causas del terrorismo internacional que nos golpeó ese 11-M que todavía está sometido a absurda controversia, sobre el terrorismo de ETA y sobre otras cuestiones que se vienen utilizando como armas de confrontación.

Esta aportación de la comunidad científica al análisis sereno y riguroso de problemas económicos y sociales tropieza, a su vez, con graves inconvenientes. Por un lado, muchos investigadores parecen ajenos a los problemas reales de la sociedad y mantienen líneas abstractas de investigación, ponen dificultades a acuerdos para alcanzar metodologías comunes o se muestran incapaces de expresarse en lenguajes comprensibles para públicos no especializados.

Por otro, los investigadores pueden tender a ser exquisitamente amables con quienes, sobre todo desde la Administración o las instituciones privadas, son sus clientes potenciales o, lo que es peor, pueden vender sus servicios de modo partidista, como se ha puesto reiteradamente en evidencia con la manipulación de sondeos que hizo la Generalitat de Cataluña en febrero de 1998, el intento de alterar resultados del Estudio General de Medios que protagonizó la COPE en marzo de 2005 o los análisis malintencionados que se hicieron en el seno de FAES sobre la propensión de los inmigrantes a la criminalidad, aparecidos en el número 9 de Cuadernos de Pensamiento Político que edita dicha fundación.

Indudablemente, es difícil llegar a una interpretación única de la realidad, o alcanzar lo que podría denominarse una deseable unificación de la verdad, a pesar de matices o divergencias no esenciales, pero es preciso intentarlo porque es el único modo de acabar con interpretaciones encontradas e irreconciliables que sólo conducen a la crispación.

Existen mecanismos para reducir, e incluso eliminar, algunos de los problemas que atañen al colectivo investigador, como se puso de relieve en la denuncia de la ya citada manipulación intentada por la COPE, llevada a cabo por Aneimo, asociación que agrupa a las principales empresas del sector y que se rige por inexcusables códigos de ética profesional.

En cuanto a las cifras, quizá cunda el ejemplo dado por los organizadores de la manifestación de Madrid del pasado 13 de enero al dejar en manos de expertos la estimación del número de asistentes, que variaron desde los casi 175.000 de la Delegación de Gobierno hasta los 210.000 que estimaron los técnicos de la Comunidad de Madrid. Este criterio ha puesto en evidencia divergencias escandalosas, y crispadoras, como las que se dieron con motivo de la manifestación del pasado 25 de noviembre, cuando la misma Delegación de Gobierno estimó la asistencia en 130.000 personas y la AVT la cifró en más de 1.300.000, sin que nadie haya sido capaz de hacerles ver que ese número era imposible dado el espacio físico ocupado por los manifestantes que fue captado por fotos aéreas.

José Aranda. Economista y estadístico

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