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Columna
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Ancianos que se apean

Es comprensible que la sociedad española, que exhibe orgullosa indicadores que ponen de manifiesto un espectacular aumento del nivel de vida, mantenga silencio sobre otros, como es el caso del suicidio, que también registra notables aumentos. Esto pone de relieve la incapacidad de dicha sociedad por atenuar ese problema, cuyas cifras evidentemente no son muy elevadas, pero que, como dijo Mariano Ruiz Funes, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Murcia, en su Etiología del suicidio en España (El Suicidio, Estudio de Sociología por Emilio Durkheim, Editorial Reus, Madrid, 1928), reflejaba la alarmante miseria moral en una sociedad que necesitaba, entre otras cosas, fomentar la solidaridad humana sobre la base de la ayuda mutua y del mutuo respeto.

Este fenómeno del suicidio cobra un relieve especial cuando se trata de ancianos, en muchos casos especialmente desamparados hasta el punto de tener que suscribir aquella frase de Mafalda: 'Que se pare el mundo, que me apeo'; aunque, como ocurrió recientemente en Segorbe, el viejo de 88 años que acababa de matar a su mujer en coma irreversible no acertara a quitarse la vida para que ambos dejaran de ser un estorbo, según expresó en la misiva que había dejado escrita para justificar sus actos.

En 1980, por ejemplo, se suicidaron 509 personas mayores de 64 años y en 2004 lo han hecho 1.185 personas de esas mismas edades. Bien es cierto que el número de personas de 65 años y más ha aumentado entre ambas fechas desde los 4,2 hasta los 7,3 millones pero, haciendo tasas de suicidio por 10.000 habitantes de ese grupo de edad, se ha pasado de 1,2 hasta 1,6, lo que implica un aumento de un tercio en dichas tasas de suicidio.

Sin embargo, estas cifras, con ser impresionantes, no reflejan la verdadera magnitud del problema porque estos suicidios, confirmados por médicos en los correspondientes certificados de defunción, infraestiman el fenómeno en una medida imposible de determinar dado que muchos suicidios se encubren bajo otras causas de muerte, como es el caso de los accidentes de tráfico, envenenamientos y otro tipo de causas que, aunque se califican de accidentales, han sido provocadas.

Quienes conocen bien esta simulación son los responsables de líneas de autobuses y otros medios de transporte público, que ordenan a los conductores circular despacio por determinadas calles de grandes ciudades donde, según han podido constatar, hay ancianos que suelen arrojarse a la calzada para ser atropellados. De ahí que no resulte extraño que en 2004 hayan fallecido por accidentes de tráfico de vehículos de motor 1.050 personas mayores de 64 años, lo que implica una tasa de 1,4 por cada 10.000 personas de esa edad, tasa idéntica a la de quienes tienen entre 25 y 29 años, grupo de edad donde se da el mayor volumen de muertes por accidentes de tráfico, lo que rompe el tópico de que sean los jóvenes las principales víctimas del motor.

Vista la dimensión del suicidio de ancianos, cabe preguntarse qué sabemos sobre las causas que les llevan a tomar tan extrema decisión, cuestión en que no pueden entrar los médicos y que está incluida en los boletines judiciales de suicidio. Pues bien, la insensibilidad de los jueces por el dato estadístico ha llevado, por ejemplo, a que en un 65% de esos boletines aparezca como causa un clamoroso no consta, lo que no obedece a la dificultad de clasificar esta variable, como pone de manifiesto el hecho de que tampoco aparezca la profesión del suicida en más de un 60% de ocasiones y que también falten datos en otras características tan sencillas como el estado civil, la edad o el sexo.

Extraña forma de celebrar el centenario de la ley de 8 de septiembre de 1906, que implantó esta estadística determinando la obligación de los juzgados de instrucción y de las capitanías generales de cumplimentar y remitir trimestralmente los boletines de suicidio a la Dirección del Instituto Geográfico y Estadístico.

De esta manera, sería difícil suscribir hoy en día la opinión de Mariano Ruiz Funes en su citada obra, donde calificaba a esta estadística de lenta y laboriosa pero de perfección inusitada. Lo más lamentable es que, pudiendo tener fundamentados indicios de las razones que llevan a nuestros ancianos a matarse, no sabemos cómo inciden en este fenómeno factores como la soledad, la enfermedad, la pobreza, la falta de atención sanitaria o asistencial u otros factores que la estadística judicial podría poner de relieve, con lo que poco se puede hacer para, al menos, aliviar este estremecedor problema.

José Aranda. Economista y estadístico

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