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Columna
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Ideas y prejuicios

Hace unos días leía un interesante artículo relativo a la evolución de la economía española durante las dos últimas décadas, en las cuales se han alternado en el poder Gobiernos socialistas y populares, pero me sorprendió la aparición al final del término sectarismo liberal para designar la negativa, decía el autor, de la derecha a aceptar una realidad evidente.

Como no es la primera vez que me encuentro con sorpresas parecidas pienso que la razón reside en el término liberalismo arropa dos significados diferentes: según el primero se trataría de la filosofía de la clase alta industrial y financiera y por ende equivale automáticamente a laissez faire e imperialismo económico. Suele ser el sentido preferido por los clásicos del marxismo en el pasado y por los críticos de la globalización actualmente. En segundo lugar el liberalismo puede entenderse también como la culminación de la tradición política occidental y como el patrón secular de nuestras actuales sociedades. En este sentido equivaldría, en su utilización popular, a democracia en tanto que da por supuesto no sólo la existencia de libertades políticas y civiles sino, también, la existencia y funcionamiento de una red de seguridad social y económica para la totalidad de la sociedad.

Quienes recalcan críticamente la primera acepción suelen subrayar las relaciones entre economía y Gobierno y asignan al Estado funciones estrictamente negativas; por el contrario, quienes se inclinan por la segunda se esfuerzan por poner de relieve una concepción positiva de la función del Estado liberal en una sociedad abierta. Estos últimos tienen, desde luego, ante sí una tarea difícil pues solemos vivir en sociedades aparentemente liberales -es decir, sociedades que operan sin demasiados valores y con exceso de normas formales que no cumplen sus objetivos-, pero en las cuales el Estado es inexistente o se ha convertido en un complejo institucional manejado por una casta de profesionales que se han apoderado de los resortes del poder con el único propósito de perpetuarse en ellos a toda costa.

Bien pensado esa situación tiene muy poco que ver con la idea de la actividad política asentada en las doctrinas liberales. Para estas y para sus principales expositores, la actividad política se basa en dos presupuestos: primero, la existencia de un sentido de bienestar general que opera como motor de aquella y, segundo, en que la definición y adaptación práctica del mismo es algo sobre lo cual los ciudadanos pueden llegar a acuerdos generales razonables. Ello, a su vez, implica la existencia de una voluntad de la comunidad por mantenerse unida y por hacer que funcione eficientemente.

Pues bien, contra la que pudiera pensarse apresuradamente todo ello no excluye las diferencias de ideas y de intereses; más bien supone, tan sólo, el reconocimiento de la existencia de límites a las discrepancias. Como parte de esta forma de ver las cosas, los partidos políticos se conciben más que como portadores y defensores a ultranza de una clase o de unos intereses particulares como mecanismos y cauces para llegar a compromisos gracias a los cuales esos intereses particulares acaben conciliándose a favor del interés general.

Todo lo anterior apunta a que la existencia de un Gobierno liberal depende muy estrechamente del reconocimiento general por parte de sus ciudadanos de la existencia de una comunidad de intereses y, por ende, del respeto a una solidaridad hoy en día inexistente en Estados como España, sin ir más lejos.

Reconozco que es bastante fácil en estos tiempos burlarse de modelos como el que he intentado describir y que he calificado de liberal. Se le acostumbra a motejar de doctrina rancia, de mecanismo de Gobierno al servicio de los poderosos o de archivo de consignas vacías y petrificadas. Y, aun cuando es justo recordar que algunos de quienes se han autocalificado últimamente como liberales han hecho un flaco favor a este ideario, creo que la razón reside en que uno de los rasgos propios de la teoría liberal, a saber, la necesidad de que sus fundamentos teóricos y su progresiva conversión en mecanismos de organización política precisan, ineludiblemente, su paralela mutación en ideas morales y en actitudes sociales aceptadas por la inmensa mayoría de sus ciudadanos y cristalizada en el convencimiento por parte de quienes ostentan el poder de que la oposición no sólo deber ser tolerada sino admitida como una función esencial del buen gobierno. Y ello es algo casi imposible en las sociedades egoístas y ramplonas en que vivimos.

Al fin y a la postre las sociedades realmente libres dependen más de contar con ciudadanos honestos que con instituciones aparentemente buenas. De estas en España tenemos muchas, de aquellos pocos.

Raimundo Ortega. Economista

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