Cambiar el modelo de crecimiento
La inflación y el déficit corriente están llamando la atención sobre la pérdida de competitividad de la economía española. En un entorno globalizado, el crecimiento económico pasa por la reestructuración del modelo productivo. Un cambio centrado en el conocimiento y la tecnología.
Después de 10 años creciendo a tasas envidiadas por toda Europa, la economía española empieza a dar algunos síntomas de debilidad. Sus dos mayores desequilibrios (inflación y déficit corriente) no hacen sino profundizarse. Las advertencias sobre el exceso de endeudamiento privado y la dependencia de la construcción se repiten desde todos los servicios de estudios. España, la octava economía del mundo, es el segundo país de la OCDE donde menos ha crecido la productividad en los últimos dos decenios.
El resultado es una pérdida de competitividad que amenaza la prosperidad futura en un marco internacional que ha cambiado radicalmente. Tanto la irrupción de competidores con ventajas insalvables en términos de coste de mano de obra, como la pérdida de instrumentos tradicionales de corrección -principalmente, los tipos de interés y las devaluaciones monetarias- hacen necesario un replanteamiento del modelo.
Algunos expertos consideran que el único reequilibrio necesario viene del lado de la demanda: restringir el gasto público y elevar el superávit presupuestario serviría para reducir el déficit comercial. Pero la mayoría considera que, para poder competir con garantías en el mercado globalizado, España necesita reestructurar su oferta. Se trataría de remodelar el sistema productivo para que tengan más importancia sectores con valor añadido más alto. Así, construcción y hostelería deberían perder importancia relativa frente a otros intensivos en tecnología y conocimiento.
Los casos de Irlanda o Finlandia denotan que el cambio es posible si hay consistencia política
La multiplicidad de Administraciones ha creado una vorágine reguladora que condiciona a las empresas
Pero, incluso pasando por encima de los sectores con contratos a incentivar, es deseable, en cualquiera de ellos, elevar la relación entre capital y trabajo, fortaleciendo las dotaciones de capital humano y tecnológico. Un cambio que no puede hacerse de un día para otro, pero si se ponen los mimbres los resultados llegan en menos tiempo del que podría parecer. Así lo demuestran los casos de éxito de Finlandia, Austria y, sobre todo, Irlanda. Esos cambios de orientación (basados, principalmente, en la apuesta por el conocimiento) tienen dos características comunes: consistencia política y alineación con los requerimientos del mercado.
La herramienta más inmediata en manos de la Administración para reorientar el modelo económico es la política fiscal. Una de las críticas más extendidas a la misma es que el impuesto sobre la renta incentiva la inversión en vivienda por vía deducciones, premiando así a la construcción frente a sectores más intensivos en tecnología. Algunos autores apuestan por limitar dicha ayuda a la primera vivienda de personas con renta baja, y derivar el resto hacia deducciones por inversión en I+D+i a las empresas.
También se le achaca que castigue al ahorro con un tipo sobre plusvalías más alto que en otros países avanzados. Para que el crecimiento sea sano, es necesario acumular ahorro e inversión. Así se mitigaría el déficit corriente y, con él, la dependencia externa para financiar dicho crecimiento. Este factor, al igual que el diferencial en el impuesto de sociedades frente a nuestro entorno, pueden tener un efecto indeseado de deslocalización de empresas y capitales.
Una vez asumido que España ya no puede competir en costes en el entorno globalizado, la apuesta debe pasar por la diferenciación, la calidad, la innovación... Conceptos que se repiten como un mantra y se pueden resumir en uno: conocimiento. Para mejorar la dotación en este aspecto, el foco debe situarse en la formación, tanto en el ámbito educativo como en la empresa. Las comparaciones internacionales (como el famoso Informe Pisa) ponen a la educación española en tela de juicio, quizá porque, en los últimos tiempos, se ha desincentivado el esfuerzo personal. Otra tarea es la adecuación de los programas de estudios a las necesidades del mercado laboral. Y, por supuesto, dotar de estabilidad al sistema mediante un pacto político, que evite vaivenes a cada cambio de Gobierno.
La otra pata de la formación, en la que España presenta unos registros más débiles, es la que desarrolla en la empresa. El entorno cambiante exige una adecuación continua de las capacidades de los trabajadores. Pero, para escapar de ese retraso formativo, es ineludible reducir la tasa de temporalidad en los contratos: de otro modo, ni la empresa ni el trabajador tienen incentivos para invertir en formación. Aunque tímida en muchos aspectos, la reciente reforma laboral pactada por Gobierno, patronal y sindicatos incide en ese sentido.
Otro de los déficits de la economía española afecta a la creación de empresas, partiendo del escaso reconocimiento social que tiene la iniciativa empresarial. Sería deseable una aceleración de los trámites y que se redujeran las barreras que impiden la asignación de los mejores talentos a la creación de empresas en sectores que lideran las ganancias de productividad. El problema no es sólo de origen: la multiplicidad de Administraciones ha promovido una vorágine reguladora que condiciona, a veces injustificadamente, la actividad empresarial.
Quizá el aspecto que requiere el tratamiento más urgente es el de la sociedad de la información. España ocupa un alarmante puesto 29 en implantación de TIC (tecnologías de información y conocimiento), uno de los determinantes más claros de ganancia de productividad. Las ayudas a empresas e individuos, así como las mejoras de las infraestructuras tecnológicas, son condición sine qua non.
Aunque sus resultados se notarán a más largo plazo, también urge elevar la inversión en investigación y desarrollo. El I+D español apenas supera el 1% del PIB, la mitad del esfuerzo europeo y un tercio del estadounidense. Una economía que no innova y cuyos costes laborales son altos no tiene resortes para competir.
La liberalización también permite margen de actuación para elevar la competencia efectiva en los mercados de mercancías, servicios, suelo o trabajo. Por otra parte, cada vez son más voces las que sugieren cambios de fondo en el sistema de cotización de la Seguridad Social, para facilitar la sostenibilidad de las pensiones. A este objetivo se contribuiría también apostando por el fomento de la natalidad, vía deducciones relevantes en el impuesto sobre la renta. Sólo así se podrá corregir el estancamiento demográfico, disimulado estos últimos años por la oleada de inmigración.
Volviendo al reparto sectorial, aunque hay acuerdo en la necesidad de apostar por sectores de tecnología más alta (sólo el 17% de la exportación española es de este tipo), no está claro cuáles de ellos vayan a ser los que triunfen. De hecho, hay quien sostiene que la Administración no debería apostar por ninguno y sí, en cambio, dejar que funcione la selección natural. Eso sí: los apoyos a la dotación de capital físico, tecnológico y humano son ineludibles. La sostenibilidad del crecimiento y la riqueza de los ciudadanos están en juego.