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Columna
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La deriva europea

La Unión Europea, que celebra esta semana en Bruselas su cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, sigue empeñada en proyectos superestructurales y de ampliación que suscitan escaso interés de la sociedad, según el autor. En su opinión, es el momento de rectificar y trabajar en los asuntos que interesan a los ciudadanos

Una estructura política necesita de la legitimidad de origen para justificar su existencia. Pero su perdurabilidad requiere también de la legitimidad de ejercicio, atributo que le viene otorgado según la utilidad que proporciona a los ciudadanos. En este sentido, es conocido que una de las notas que caracterizan a las sociedades democráticas avanzadas consiste en la reducción de su tolerancia con la ineficacia de los poderes políticos. Por lo expuesto, es obvio que la Unión Europea se encuentra en serias dificultades, que su crédito ante los ciudadanos europeos está agotando la reserva y que las alarmas rojas hace tiempo que se encendieron todas.

Que Europa acarrea desde su origen un cierto nivel de déficit democrático es evidente. Su construcción se viene realizando a impulsos de los políticos, a lo largo de un proceso en el cual el entusiasmo de los individuos no es su rasgo más característico. No obstante, en la medida en la que fuera capaz de resultar útil para satisfacer las necesidades y resolver los problemas de los europeos, podría lavar por ejercicio su handicap de origen. Malhereusement, que diría François Mitterrand, el desarrollo europeo no siempre se ajusta a este guión.

En días pasados -los días 3, 16 y 30 de mayo-, hemos recordado en estas páginas determinados objetivos que la Unión se fijó en 2000 -Cumbre de Lisboa- para alcanzar durante la presente década en cuestiones tan importantes como el empleo, la tecnología o la educación. Sin duda, se trata de aspectos que afectan directa e intensamente a los ciudadanos europeos de modo individual, contribuyendo a mejorar su enriquecimiento vital, su integración social y su bienestar económico. Por estas razones, los factores citados resultan estratégicos para el desarrollo y consolidación de un proyecto europeo cohesionado, que aspira -de acuerdo a las conclusiones de Lisboa- a convertirse en 2010 en la economía más dinámica del mundo.

Hasta ahora los resultados obtenidos han sido ciertamente pobres, dado que ni el empleo ha crecido significativamente, ni se ha aumentado sustancialmente la inversión en tecnología, ni apenas ha mejorado el nivel de educación de la población europea. Aún más y lo que es peor, las estructuras de la Unión Europea no han sido capaces de poner en práctica ningún plan de acción serio y coordinado para trabajar en la consecución de los objetivos planteados. De ese modo, los documentos y declaraciones de Lisboa han quedado hasta ahora en mera retórica inútil.

Entretanto, los dirigentes europeos siguen empeñados y empañados en sucesivos proyectos de ampliación, en constantes e inacabables procesos de reformulación jurídico-política, y en el replanteamiento permanente de los mecanismos y los pesos relativos de las decisiones de la Unión, cuestiones todas ellas que suscitan un escaso interés y ningún entusiasmo en la sociedad europea. Parafraseando a Goya, si el sueño de la razón crea monstruos, los europeos constatamos cómo el sueño de la construcción rápida de la gran Europa está creando un gran monstruo europeo.

En este contexto se enmarca el fracaso cosechado en el intento de ratificación del Tratado constitucional. Haciendo bueno el aforismo atribuido a Galbraith, los europeos fuimos convocados para elegir entre lo desastroso y lo insufrible, pues se nos dejaba elegir entre avalar con la ratificación la deriva jurídico-político de la Unión Europea, o en caso contrario, situar a la Unión en un incómodo impasse. La respuesta cosechada es conocida por todos: fracaso de participación en todos los referendos convocados y rechazo del Tratado en Francia y en Holanda.

Como es cierto que cada momento tiene su afán, lo que toca en la actual hora es rectificar. Europa no puede seguir perdiendo el tiempo y con ello el paso del tren del futuro. Sus dirigentes deben olvidarse de las grandes reformas superestructurales -Tratado constitucional incluido- y empezar a trabajar en los asuntos que realmente interesan a los ciudadanos, como son el cumplimiento de los objetivos de Lisboa, los problemas de seguridad, las cuestiones relacionadas con la inmigración, las dificultades en el acceso a la vivienda... La auténtica construcción de Europa no necesita más piruetas jurídico-políticas, sino elaborar y aplicar auténticas políticas europeas. Así se cohesionará Europa y así crecerá con vigor el espíritu europeo.

Los dirigentes europeos pueden pilotar el cambio de rumbo reorientando en el sentido aludido la conducción de Europa, o pueden enrocarse en sus posiciones prolongando la actual deriva europea. Según actúen, y recurriendo a la célebre frase pronunciada en 1953 por el Comandante en Jefe, la Historia -especialmente la de Europa- les absolverá o les condenará.

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