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Columna
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La estrategia agraria

La existencia de una política agraria europea (PAC) y su gestión por las comunidades autónomas en España, como consecuencia del mandato constitucional, han ido vaciando de contenido lo que debería constituir una estrategia agraria española. En la actualidad, y frente a la necesidad de acordar una política internacional en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC), la propia estrategia europea ha dejado de ser autónoma, en buena medida.

Desde 1992 y con objeto de alcanzar un acuerdo agrario en la Ronda Uruguay, ahora en la Ronda de Doha, las sucesivas reformas de la PAC han estado orientadas por el objetivo de la liberalización comercial y la legitimación internacional de los sistemas de ayudas agrícolas. La UE intenta compatibilizar la incorporación de la agricultura a las leyes del mercado junto con otro amplio conjunto de objetivos (mantenimiento de rentas, sostenibilidad medioambiental, defensa del paisaje tradicional, seguridad y calidad en la alimentación…) que no siempre son fácilmente armonizables. Y todo ello en un extenso territorio europeo, cada día más heterogéneo desde cualquier punto de vista.

En este contexto, no es una tarea sencilla diseñar un modelo viable de futuro para la agricultura española. Desde la incorporación a la UE, España ha intentado maximizar la captación de recursos financieros con un resultado bastante positivo, dado el auge sin precedentes en el sector agrario y alimentario. Somos el segundo perceptor de ayudas agrarias europeas y nuestro comercio exterior agrario ha experimentado una evolución altamente satisfactoria, en un país donde pocos sectores económicos pueden presumir de competitividad exterior. No obstante, la viabilidad de esta estrategia nacional está agotándose.

La nueva PAC y los acuerdos comerciales que se alcancen en Hong Kong, el próximo mes de diciembre en el seno de la OMC, pueden empezar a tener consecuencias negativas muy serias sobre la agricultura española. Sectores enteros, como el azúcar, algodón, tabaco, arroz, etcétera, pueden enfrentarse a un escenario de desmantelamiento gradual y rápido, con repercusión comarcal y regional muy notable. Si a todo ello se añaden los problemas específicos en la política hidráulica y de regadíos, donde es evidente que no existe posibilidad de alcanzar un pacto interautonómico, cabe concluir que ha llegado la hora de establecer una política agraria española que oriente las decisiones a adoptar a partir de ahora, en Bruselas, Ginebra o Hong Kong, aunque sea dentro de nuestra escasa capacidad en la formación de las estrategias europeas. Y ello inevitablemente tendrá que generar problemas con algunas comunidades, ya que la estrategia española no puede resultar de una simple agregación de las autonómicas.

Dentro de esa nueva estrategia es vital la liberalización del comercio de cereales, dada la dependencia de la ganadería y otras industrias alimentarias respecto a esta materia prima, de la que ya importamos anualmente una tercera parte de nuestras necesidades. Los precios de los cereales españoles frecuentemente se sitúan entre los más caros de la UE. A pesar de utilizar la tercera parte de los regadíos y de recibir 1.600 millones de euros anuales en ayudas directas europeas, mantenemos unos niveles medios de producción estables (20 millones de toneladas), aunque con fuertes fluctuaciones. Las ayudas directas representan en promedio el 40% del valor de la producción cerealista que, en el mercado, apenas genera un 6% del valor de la producción agraria española. El sistema de ayudas ha influido notablemente en el deterioro de la calidad de nuestros cereales.

En definitiva se trata de una producción que genera poco empleo y escaso valor añadido, un simple input en la producción de muchos alimentos. El actual proteccionismo cerealista europeo, frente a terceros países, representa un importante sobrecoste en el abastecimiento del mercado español, que se mantiene en gran medida como cautivo para los excedentes de otros países europeos.

Sin embargo, no deben ocultarse los efectos territoriales de un descenso en el precio de los cereales. Se trata de un cultivo muy extendido, que ocupa un tercio de nuestra superficie de regadío y buena parte de los secanos de siembra anual. Pero también sería saludable que se produjera una profunda reestructuración, hacia modelos empresariales más acordes con la actual dinámica de concentración e integración económica.

En definitiva, se trataría de recuperar una de las líneas maestras de la política agraria española anterior a 1986, la de abastecernos de cereales baratos en el mercado mundial.

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