El arte de comunicar malas noticias
La multiplicidad de cuestiones que confluyen en el seno de las empresas, los intereses coincidentes y contrapuestos, las aspiraciones en conflicto, las distintas clases de cooperación, la confrontación de posturas, la búsqueda y sustitución permanente, dotan a las organizaciones de un grado de complejidad inevitable pero no deseado, ya que en estos casos, como en muchos otros en la vida, la sencillez es una virtud apetecible. A veces esa complejidad se ve acentuada en razón a circunstancias particulares de cada empresa, por lo que al analista externo le cuesta entender la razón del entrecruzado de líneas, sean éstas continuas o discontinuas. Sólo el acercamiento a la realidad concreta permite el conocimiento de los porqués de las elecciones efectuadas, descubriendo la dureza de la tarea que está detrás de cada organización para conciliar apetencias encontradas, por lo que resulta frecuente que, partiendo de un modelo deseado, se acabe finalmente en uno posible. Distribuir tareas y responsabilidades es necesario, incluso en aquellas organizaciones más avanzadas en las que el trabajo en equipo y el enfoque por procesos se ha implantado de forma generalizada.
La distribución de responsabilidades lleva aparejado el otorgamiento del poder necesario para ejecutar las tareas encomendadas, y esto no cambia por la titulación que se otorgue al puesto, por lo que sólo existen diferencias estéticas entre el directivo, el jefe o, en leguaje más moderno, el coordinador. En último término, y al margen de cuestiones lingüísticas, todas las organizaciones, sus miembros, saben en cada caso dónde radica el poder. Las diferencias más profundas se producen paradójicamente no en el fondo, poder del que se disfruta, sino en la forma, modo en que se ejerce. La forma de ejercer un cargo directivo sí resulta relevante, ya que, con el mismo nivel de poder, a unos se les notará que llevan inscrita en su frente, seguramente tatuada, la palabra jefe, mientras que a otros se les reconocerá simplemente la autoridad de su buen hacer y su grado de disponibilidad. Todos los directivos, cualquiera que sea su función y el poder que se les otorga, tienen entre sus tareas más importantes la de dirigir a un grupo más o menos amplio de colaboradores y es en su relación con esos colaboradores donde se marca con mayor hondura su estilo de dirección.
Comunicar buenas y malas noticias a quienes componen un departamento entra dentro del juego de las relaciones ordinarias en ese apartado de las tareas directivas que constituye la comunicación. Tanto las unas como las otras deberían transmitirse personalmente, dentro de los despachos habituales o en contactos específicos si la ocasión lo requiere, asumiendo en todo caso la responsabilidad última de lo comunicado por parte del directivo. Esta forma de hacer parece no requerir esfuerzos especiales si lo que se comunica es positivo para el receptor, pero cambia de signo e incrementa la dureza si la información dificulta o frustra las expectativas del colaborador. Lo que se personaliza cuando existe coincidencia entre la respuesta y lo esperado se camufla en el lenguaje de lo general cuando se frustra una aspiración o un deseo, recurriendo a la organización, la compañía, el consejo, como entes abstractos responsables de la no satisfacción de una demanda o de la ruptura de un proyecto personal. Esas respuestas genéricas nunca son válidas porque a la quiebra de las aspiraciones se añade la frustración por la falta de personalidad identificable de los causantes, sin rostro conocido ante quien comparecer para escuchar argumentos de mayor peso o exponer razones capaces de modificar la postura. El anonimato en que se cobijan las comunicaciones negativas explica el temor del directivo a afrontar decisiones de las que es responsable.
La tentación de dar largas al asunto indicaría falta coraje y cuestiona la capacidad para ejercer la responsabilidad
Situaciones como la abordada se dan casi siempre en el terreno de las carreras profesionales de los colaboradores, ámbito de una gran sensibilidad en el que nunca se debería jugar con ligereza, aplazando a un hipotético futuro una proyección en la que no se cree o por la que no se está dispuesto a trabajar, o prolongando artificialmente situaciones que se está convencido que no conducen a ninguna parte y cuya prórroga sólo perjudicará una resituación adecuada de la persona afectada. Hay que reconocer la dificultad que entraña la comunicación con una persona, hacia la que incluso se puede sentir afecto, o las familias pueden mantener lazos de amistad, para decirle personalmente, sin eufemismos ni abstracciones, que no le ve futuro en la organización más allá de la tarea que en ese momento viene desempeñando. Duro sí que lo es, efectivamente, pero también honrado, y además resulta más conveniente para la persona afectada a quien, más allá del daño inicialmente causado, se le despeja un horizonte dejándole claro que cualquier desarrollo profesional deberá gestionarlo fuera de esa empresa. La tentación de dar largas al asunto, esperar a que se produzcan nuevas circunstancias no predecibles que impidan el mal trago o, si se afronta el problema, intentar descargar la responsabilidad personal recurriendo a justificar la decisión trasladándola a órganos suprapersonales con los que el diálogo resulta imposible, indicaría falta de coraje, de honradez, poniendo en entredicho la capacidad para ejercer la responsabilidad otorgada a la función directiva. Mostraría por último un comportamiento poco digno, ya que se obraría a buen seguro de otro modo si la comunicación consistiera en transmitir un mensaje positivo respecto al futuro de la persona afectada.