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Tribuna
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Tiempo nublado para la Unión Europea

La existencia de la Unión Europea es paradójica. Durante algunos ciclos de su vida estuvo atenazada por un sentimiento de impotencia, aquejada de lo que se llamó euroesclerosis (superada por el Acta æscaron;nica de 1986 en la senda del Tratado de Maastricht de 1992, que abrió paso a la espectacular ampliación del pasado año y al futuro Tratado Constitucional). Pero el 'euroescepticismo' ha seguido latente y se cierne como enemigo formidable.

Curiosamente, aunque el proceso es lento y frustrante, cada experimento de integración latinoamericana alude a un aspecto u otro (instituciones, movilidad de factores de producción, fondos de desarrollo) de la UE. La UE, paradójicamente, puede morir de éxito. Ahora aterra precisamente a los que perciben que ha ido demasiado lejos.

El momento es serio. Pero la alarma no se centra en los dardos envenenados que se lanzan desde Washington, donde la presente Administración está celosa por la potencial autonomía exterior de la UE. El cáncer es interno. Aunque no de la misma naturaleza que la razón original para la fundación de la UE (cesar las guerras europeas), el mal está íntimamente ligado a la desconfianza europea y al sentimiento de no pertenencia a un proyecto común.

Significativamente, los europeos -y especialmente los que aparentemente nunca se adaptarán a serlo plenamente- tropiezan frecuentemente con la misma piedra y regresan a los errores del pasado.

La delicada coyuntura en que la UE se haya inmersa puede desembocar en una de las más peligrosas crisis de su largo medio siglo de historia. Los causantes, de nuevo, serán dos (o tres, si Holanda cae en la trampa) Estados miembros cruciales. Uno es predecible: el reticente sempiterno, Reino Unido. El otro es, insólitamente, el fundador irremplazable, con el que siempre se cuenta y sin el que la UE no tiene sentido: Francia. Para guinda, la amenaza del veto holandés el 1 de junio se agazapa.

Este drama se desarrollará el próximo mes. Primero, el 5 de mayo, Blair se aprestará a lograr la reelección. Erosionado por su polémica alianza con Bush en la guerra de Irak y enfrentado a la doble pinza de conservadores y liberales, su posible triunfo será una reválida por la peculiar tercera vía en la ha transformado una socialdemocracia irreconocible, pero que todavía cuenta con la lealtad del núcleo labour.

Pero tras las elecciones, el Reino Unido se encarará a un doble reto: en segundo semestre de 2005 presidiendo la UE y un primer semestre de 2006 para cumplir la promesa de un referéndum sobre la Constitución europea.

En cualquier caso, se habrá terminado un ciclo que empezó con los laboristas opuestos al ingreso en la UE, los conservadores a favor de lo que siempre consideraron un proyecto comercial, para trocarse luego en una opinión dividida entre una derecha contraria la UE federalizante y un labour reciclado y vacilante.

Si improbablemente ganaran los tories, aprovecharían para hacer frenar el tren europeo y hacerlo regresar a la estación del puro libre comercio, lejos de la senda federalista. Si gana Blair, deberá convencer a los británicos para ingresar de veras en Europa. En cualquier caso, si en 2006 se veta la Constitución, no será el fin de la UE, pero sí puede haber llegado el momento de elegir: fuera del euro, negando la Constitución, la salida debiera ser clara y elegante. Diferente problema plantea Francia si el 29 de mayo rechaza la Constitución. Se tratará entonces del socio irremplazable. La patria de Schuman y Monnet, que plasmaron compartir el acero y el carbón con Alemania para sellar la reconciliación; de Jacques Delors, el presidente de la Comisión más decisivo de la historia, y Valery Giscard d'Estaing, que dirigió la Convención que aprobó el texto constitucional. Con más fronteras con otros Estados europeos, el rechazo del hexágono galo desencadenaría una cascada de desastres: mal ejemplo en los nuevos países, decepción en Alemania, erosión lenta del euro y puntilla a la política exterior. Ni siquiera se salvaría la alternativa de la Europa económica, ligada a los compromisos políticos.

Sin la perspectiva de una verdadera UE, la justificación de la moneda común se cae por su propio peso. Los países más ricos, con Alemania a la cabeza, no solamente pueden considerar al euro como un mecanismo temporal, sino oponerse a que solamente sirva para proteger a los nuevos socios, más pobres.

Y sin Constitución (aunque sea un Tratado con upgrade) ya no tendrá mucho sentido una política exterior común, y menos una de defensa autónoma, independiente de la OTAN. Para eso, que la pague EE UU.

Curiosamente, esta catástrofe habrá sido causada por la oposición de una derecha radical y xenófoba en Francia, mal frenada por un liderazgo errático. Charles de Gaulle preferiría ahora una grandeur sujeta a la UE. Ahora, ni lo uno ni lo otro.

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