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Tribuna
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La lejana Bruselas

Tras el sí al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, obtenido en el referéndum celebrado el domingo en España, los autores subrayan el limitado interés que aún persiste sobre los asuntos europeos y la relevancia de la abstención en la consulta

El primer referéndum europeo que se ha celebrado en España ha sido objeto de las más diversas interpretaciones en clave política o territorial. No tenemos cultura de referéndum y tal vez por ello cada formación partidaria del sí se apropia de la victoria y acusan a las demás del no o de la abstención, mientras los defensores del no incluyen en su cuenta a los que no han votado y así hasta la manipulación más absurda.

Pero de este guirigay tal vez se puede separar una idea cierta, lo difícil que es explicar la integración europea a la ciudadanía, interesarla en ella y movilizar su voto, bien sea en unas elecciones ordinarias al Parlamento Europeo, bien en un referéndum de esta envergadura, en el que participábamos de lo que la historia puede que recuerde como un peculiar momento constituyente europeo.

Los partidos políticos y los medios de comunicación se han volcado en las últimas semanas en explicar el significado de la Constitución europea, en el contexto de una integración en la que a España le ha ido muy bien hasta ahora. Sin embargo, el desconocimiento de los contenidos de la nueva Carta Magna y de las reglas del juego europeas sigue siendo clamoroso y sólo han votado algo más del 42% de los españoles llamados a las urnas, el peor resultado de participación en referendos de nuestra democracia española. Es cierto que no había incertidumbre real sobre el resultado, pero el problema ha sido que tampoco se ha generado verdadero interés por la pregunta.

Incluso las élites empresariales tienen interés limitado por participar en esta nueva comunidad que genera la mitad del derecho aplicable en España

Es decir, nos gobernamos en buena medida desde Bruselas y, sin embargo, la mayor parte de la población se limita a profesar un europeísmo difuso y confiado. Incluso las élites políticas y empresariales tienen un interés limitado por entender y participar en esta nueva comunidad política que genera aproximadamente la mitad del derecho aplicable en España y condiciona de forma muy seria, cuando no las decide por completo, sus políticas económicas, sociales o medioambientales.

Las causas de este pasotismo son principalmente dos: por un lado, el lamentable Spain is different, nuestro lado castizo e irresponsable. España llegó tarde a la integración europea, después de un aislamiento internacional muy prolongado y en nuestra sociedad civil todavía no se ha generado un interés por los asuntos europeos, por no hablar de los grandes debates globales. Los índices de conocimiento de lenguas extranjeras entre nuestros dirigentes son bajísimos, buena parte de nuestra política nacional se piensa sólo en clave autonómica y el bienestar que por ahora nos llega de formar parte de una Unión muy próspera se da por supuesto.

Pero por otra parte, hay que reconocer que la Unión es un ente muy complejo y sufre una lejanía estructural respecto a sus más de 450 millones de ciudadanos europeos. El sistema de gobierno de Bruselas no está basado en un modelo estatal ni pretende asentarse en las bases sociales parecidas a las de una democracia de ámbito nacional, una realidad inexistente en el diverso perímetro europeo.

Esta orientación política sui géneris es un acierto, ya que desde los años cincuenta de lo que se trata es de hacer compatible las identidades nacionales, incluso de reforzarlas, a medida que se profundiza en la integración europea y la transferencia de poder a una nueva instancia central.

Sin embargo, hasta ahora con cada ampliación a nuevos Estados y cada extensión de sus competencias, Bruselas gana en complejidad y se hace más difícil trasladar los conceptos constitucionales de representación y participación al plano europeo. Un ejemplo ha sido la polémica negociación sobre cómo repartir los votos en un Consejo de Ministros en el que los seis países más poblados representan al 75% de la población y los 19 restantes sólo al 25%.

La paradoja es que si bien la nueva Constitución europea no ha conseguido simplificar y hacer más transparente la toma de decisiones, su mera existencia como proyecto genera un proceso de prueba y error para llegar a hacerlo. En España la campaña del referéndum europeo no ha servido más que para dar un pequeño paso en esta dirección. Nos falta mucho camino por recorrer para lograr la europeización plena de nuestros debates políticos, económicos y sociales.

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