¿Podemos pactar los precios?
Esta es una cuestión a la que muy frecuentemente nos vemos en la necesidad de dar respuesta e, inequívocamente, siempre en sentido negativo si se trata de acuerdos sobre precios de venta entre entidades competidoras.
Este criterio, compartido en nuestro país tanto por el Tribunal Supremo como por el Tribunal de Defensa de la Competencia, ha sido nuevamente respaldado por la Comisión Europea en el expediente incoado a diversas entidades del sector químico.
La cuestión, esencial en el Derecho sobre la Competencia, tiene su punto de partida a finales del siglo XIX en Estados Unidos de América, con la conocida Sherman Act. Por lo que respecta a nuestro ámbito más inmediato, tanto la normativa nacional como la europea prohíben todo acuerdo o práctica concertada que tenga por objeto o efecto impedir, falsear o restringir la competencia. No cabe duda que el acuerdo, expreso o tácito, en la determinación de precios entre competidores constituye una actuación sancionable con arreglo ello. Además, éste en modo alguno puede albergar protección en la denominada comunicación de minimis, la cual habilita la protección de determinadas prácticas o acuerdos cuando no tienen impacto apreciable en la competencia ni trascendencia económica.
Y es que, como comprenderán, dicho criterio de minimis no puede tomarse en consideración en el marco de las denominadas cláusulas 'negras', que tipifican conductas que deben calificarse como prohibidas en todo caso. Una de dichas cláusulas 'negras' es la fijación directa o indirecta de precios de venta entre competidores. En dicha práctica se puede incurrir, entre otros supuestos, porque las partes acuerdan expresamente precios de venta y descuentos, o porque éstas coordinan su comportamiento en el mercado aumentando por ejemplo precios simultáneamente con ánimo colusorio.
Atendiendo a los antecedentes sobradamente conocidos, referidos entre otros a compañías del sector automovilístico, aéreo y de distribución de carburantes, sorprende que las empresas continúen asumiendo el riesgo de ser sancionadas por la implementación de acciones como las indicadas. Acciones que además de acarrear ingentes sanciones económicas, pueden provocar un deterioro en las relaciones con quien se siente perjudicado con el acuerdo o práctica.
A buen seguro la convicción de las partes de que no se advertirá la existencia del acto anticompetitivo, especialmente si se trata de prácticas concertadas o acuerdos verbales, y los beneficios económicos que éste tiene para ellas (en el bien entendido que será respetado por los partícipes) constituyen elementos fundamentales que éstas barajan para su adopción.
Por lo que respecta a las dificultades para demostrar la existencia dichos acuerdos o prácticas, cometido que debe atender el juzgador correspondiente, éstas residen a menudo en la verificación de la forma o grado de coordinación entre empresas.
Frecuentemente, las autoridades administrativas y judiciales se ven en la necesidad de acudir a la prueba de presunciones como medio para acreditar la supuesta infracción. Este sistema de acreditación debe, sin embargo, ser utilizado con extremada cautela y precaución. En nuestro ordenamiento la presunción de inocencia constituye un derecho fundamental que no puede ni debe verse quebrantado por meros indicios del juzgador, con independencia de su clase.
En esta misma línea se circunscriben las resoluciones del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, que exigen que los indicios en cuestión estén probados y no constituyan simples sospechas, obligando a resaltar los fundamentos que, partiendo de los indicios probados, permitan inequívocamente concluir que ha existido acuerdo o práctica prohibida.
Bien es cierto que en el marco de la labor de inspección las autoridades toman en ocasiones ventaja de la impericia de los expedientados, al advertirse faxes, correos electrónicos, comunicaciones internas y demás documentación en la que el propio sujeto se inculpa, y que resultan ser elementos probatorios de la existencia del acuerdo o práctica concertada prohibida.
En cualquier caso, la aplicación del Derecho en este contexto es extremadamente compleja, haciéndose necesario que las autoridades en la materia distingan aquellos supuestos en los que existe una verdadera infracción de aquellos que obedecen a un simple comportamiento racional de los competidores para posicionarse adecuadamente en el mercado ante una coyuntura determinada.