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Columna
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Tres (serios) frenos al crecimiento

Los dos primeros años post- Maastricht hicieron concebir la esperanza de que se había producido un cambio duradero en el comportamiento de los agentes socioeconómicos y en la gestión de la política económica. Sin embargo, los signos aparentemente precursores de un cambio hacia la estabilidad se han ido disipando. El ritmo de crecimiento en estos dos últimos años ha sido 1,5 puntos porcentuales inferior al de los dos años boyantes, pero la inflación fue netamente superior. Esta aceleración de la inflación fue debida, como en los viejos tiempos, al componente alimentación que duplicó ampliamente su ritmo de aumento, por razones sin duda estructurales.

Lo sorprendente y lo que viene a apoyar la causa estructural apuntada es que el nivel de los precios de las frutas y verduras en un país como Italia es sensiblemente inferior a los de España, a pesar de que su nivel de salario es un 15% superior. Estas diferencias se deben a los canales de distribución, pues los precios en origen en España son inferiores a los de Italia. Esto es algo que siempre se ha sospechado y no se comprende por qué no se le ha puesto remedio todavía.

En todo caso la solución no debe venir dejándose llevar por los aires que soplan al otro lado de los Pirineos donde flota como un perfume de vuelta al control de precios, de infausta memoria. Pues así se puede calificar el acuerdo logrado por el superministro de economía francés Nicolás Sarkozy con productores y grandes centros de distribución para reducir los precios un 3% a partir de septiembre.

Sea como fuere, hay dos razones importantes para normalizar la evolución de los precios del componente alimentación. Porque para los ocho millones de pensionistas la alimentación debe representar más del 50% del gasto, frente a menos del 25% para el conjunto nacional, de forma que en junio la subida de los precios al consumo para ese colectivo superaba ya probablemente en casi un punto porcentual el aumento del 2% de las pensiones. Pero la pérdida de poder adquisitivo en ese colectivo y del conjunto de las familias, con el correspondiente efecto contractivo sobre la demanda y la actividad, se va a acentuar considerablemente hasta finales de año en que el aumento de los precios estará más cerca del 4% que del 3% anual.

Otra razón para hacer (más) transparentes los precios de los alimentos es su efecto perverso y acumulativo sobre la competitividad en los últimos años, que se ha reflejado en parte en el práctico estancamiento de las exportaciones de productos industriales terminados en los 12 meses hasta abril, mientras en el mismo periodo las importaciones crecían casi un 25%.

Lo preocupante de este deterioro de la competitividad es su tendencia creciente, que sólo se puede invertir en el medio plazo y únicamente en una mayor productividad. Pero la economía española adolece de un enanismo empresarial que penaliza la productividad, la tasa de inversión, la innovación y la remuneración del capital y del trabajo. Estas son las consecuencias de las medidas que unos y otros han venido tomando para favorecer las microempresas que, si son rentables electoralmente en el corto plazo, pasan factura en el largo. Y pensar que el comportamiento a que está condenada esta miriada de empresarios puede cambiar con exhortaciones es pensar, como diría el ilustre manchego, en lo excusado.

Huelga decir que es vital para el progreso de la economía dar un impulso a la productividad y para ello se ha creado el correspondiente comité de estudio que podría empezar sus trabajos dando un impulso estadístico. Intentando saber por ejemplo el destino por grandes sectores productivos del aumento de la tasa de la inversión productiva en el PIB en más de dos puntos porcentuales en los últimos diez años. Al ser esta inversión un elemento clave en la productividad, esta información podría dar una pista de su escaso crecimiento. Esa estadística está disponible por su interés en los países estadísticamente avanzados, pero incomprensiblemente es inédita en España.

La insuficiencia de la productividad es un problema sistémico y como tal debe tener una solución sistémica que incite a la inversión en I+D, promueva la formación y elimine las rigideces estructurales, neutralizando la resistencia que presentan los grandes grupos de intereses. No se puede pedir a los sindicatos que renuncien a la rigidez del mercado de trabajo sin eliminar las medidas que protegen viejas actividades empresariales.

Estas ideas no son más que un elogio de lo obvio, una especie de sinfonía de lo déjà-vu, por los reiterados y múltiples compromisos que ha habido al respecto (Lisboa 2000, por ejemplo). Su única justificación es que nada es obvio en España (y en Europa) cuando se trata de pasar de las palabras a los hechos, sobre todo ahora que comienza a soplar viento neointervencionista procedente de los Pirineos.

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