Alimentación genéticamente modificada
La autorización en Europa de un tipo de maíz transgénico ha avivado la polémica entre partidarios y detractores de estos alimentos. El autor, que considera que se trata de un instrumento más a disposición de la agricultura mundial, analiza la complejidad de su control normativo
La reciente autorización por la Comisión Europea del maíz Bt-11 vuelve a actualizar la agria polémica que existe en la sociedad europea respecto a los organismos genéticamente modificados (OGM). Simplificando las posiciones, por un lado, las industrias productoras de estas semillas y buena parte de la comunidad científica más vinculada a esta materia afirma la inexistencia de efectos negativos y recomienda su uso debido a diversos factores positivos, tanto en la rentabilidad agrícola como en las técnicas de producción e, indirectamente, efectos medioambientales favorables. Además, mantienen que se trata de una innovación tecnológica que puede contribuir de un modo notable a la lucha contra el hambre en el mundo.
Las reticencias europeas de los pasados años han llevado a que sean EE UU, Argentina y Canadá los países que hayan tomado la iniciativa en la expansión de estos cultivos que, por ahora, se han centrado en variedades de soja, maíz, algodón, colza y patata. La cualidad fundamental de los productos actualmente comercializados es su adaptación genética a la resistencia frente a plagas de insectos y/o su tolerancia a herbicidas, que se comercializan conjuntamente con las semillas en un paquete tecnológico y sometido a condiciones contractuales muy estrictas que impiden la posterior reutilización de semillas por los agricultores en campañas sucesivas.
Un proceso tecnológico como la ingeniería genética, tal como ocurrió con la energía atómica, resulta casi imposible de ignorar una vez que está operativo
Frente a estas posiciones, numerosas organizaciones no gubernamentales (ONG), muchas de ellas de carácter ecologista y organizaciones de consumidores, y parte seguramente minoritaria de la comunidad científica han alertado a los consumidores, a las autoridades y a la sociedad en general ante la inseguridad y efectos negativos que pueden derivarse de una autorización precipitada de productos que no ofrecerían suficientes y concluyentes garantías, por muy diversos motivos.
Este debate social ha llevado a la UE a la aplicación de un largo proceso administrativo, en base al principio de precaución, que ha retrasado varios años la utilización de estas semillas por la agricultura comunitaria. Además, se han adoptado estrictas normas para garantizar al consumidor la identidad de los productos (IP) adquiridos, de modo que pueda ejercer su soberanía a través del etiquetado, si lo desea, de modo que se garantice el origen y características de los procesos y de los productos de alimentación.
Todo ello es complejo de llevar a la práctica. De hecho, las producciones obtenidas en otros países, de los que se efectúan importaciones masivas, principalmente de maíz y soja, se han incorporado ya a la cadena alimentaria a través de los productos transformados en los que es muy fácil perder la traza de los productos básicos utilizados en origen, a no ser que se garantice a través de líneas de producción netamente separadas, lo cual, a su vez, complica extraordinariamente los procesos de la industria agroalimentaria.
En definitiva, una normativa difícilmente controlable, como tantas de las adoptadas por la UE, pero que responden a un conjunto de valores culturales y simbólicos cada día más arraigados en la sociedad europea: la seguridad en el consumo alimentario, las producciones naturales, los procedimientos de elaboración tradicionales, la preservación del medio natural, la conservación de la biodiversidad...
En una sociedad con elevado nivel de renta, que tiende a priorizar este tipo de valores reales o simbólicos, pierden relevancia los razonamientos científicos, los planteamientos de carácter estrictamente empresarial o las estrategias económicas, siempre que no incorporen tácticas sociológicas de equivalente impacto mediático. Y por tanto, los Gobiernos y las autoridades comunitarias deben atender a este tipo de exigencias sociales.
Con ello, la UE ha cedido un espacio tecnológico de futuro, lo cual puede tener consecuencias de retraso insalvable para la investigación, la industria y el sector agroalimentario europeo. Se abre también una vía de conflicto internacional casi inevitable. Imponer unas normas de trazabilidad y etiquetado a la producción europea obliga a trasladarlas íntegramente al control aduanero en las importaciones. Además, un proceso tecnológico como la ingeniería genética, como en su día lo fue la energía atómica, una vez conocido y hecho operativo tecnológicamente resulta casi imposible de sepultar o ignorar.
En definitiva, se trata de un instrumento más a disposición de la agricultura mundial, aunque también hay que señalar que por su mera utilización no se garantiza la seguridad alimentaria en los países en vías de desarrollo. El problema del hambre en el mundo depende críticamente de otros elementos sociales y económicos más complejos ya que, como se ha demostrado hasta la saciedad, la tecnología más avanzada es compatible con el subdesarrollo y la injusticia social. El problema del hambre en el mundo es de estructuras políticas y económicas, y no es un problema fundamentalmente tecnológico.