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Columna
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Hay que detener el odio

La práctica totalidad de las declaraciones tras los sobrecogedores atentados de Madrid apuntan a actuar del modo contrario al que desearían sus autores, evitando de ese modo que, al dolor por las víctimas, pueda sumarse el éxito político que pretenden conseguir los asesinos. Y esta es la línea adecuada a seguir, no sólo en circunstancias tan trágicas como la actual sino en cualquier momento, sin que la búsqueda del voto, la coyuntura política o la pasión irreflexiva puedan servir para alimentar ese odio que parece estar en la base de quienes son capaces de perpetrar semejantes actos.

Si la excusa que, en el caso de España, se da para los atentados es la lucha por la autodeterminación del pueblo vasco, bien vale la pena estudiar, como he hecho en alguna ocasión anterior, qué fundamento real existe para que los ciudadanos del territorio vasco hayan de plantear, y mucho menos violentamente, ese derecho. En efecto, el pueblo vasco tiene tal grado de vínculos con ese resto de España del que se le pretende librar que se hace difícil entender cualquier tipo de enfrentamiento, por más que haya algunos precedentes históricos como el de la antigua Yugoslavia que serían dignos de analizar.

Como se sabe por los censos de población, casi la tercera parte de los residentes en territorio vasco han nacido fuera y, vía matrimonio, se han mezclado, hasta tal punto, que en 1991 sólo el 43,4% eran matrimonios de autóctonos que, por otra parte, habían tenido una fecundidad muy inferior a la de los no autóctonos. En estas condiciones, con la población más mezclada de España, sólo a excepción de Madrid, parecería que el nacionalismo no debería tener mucho apoyo y, de hecho, así han parecido pensarlo los propios nacionalistas cuando el propio Ibarretxe, al abrir la campaña electoral de 2004 en Vitoria, señaló: 'Llevo 41 años viviendo en Llodio. Nací y he compartido mi vida con vascos como yo que se apellidan Ibarretxe, Sánchez, González, Uriarte y Amorrortu. Con ellos me he criado, con ellos he ido a estudiar, he aprendido y me he formado. Entre nosotros hemos formado familia y cada Día de los Difuntos seguimos visitando a nuestros muertos en los mismos cementerios'.

En este párrafo están todos los ingredientes de afectividad que el nacionalismo moderado, como es su derecho, pone en juego para ganar el voto de quienes, por las obvias razones demográficas señaladas, tienen tal nivel de vínculos familiares y afectivos con el resto de los pueblos de España.

Pero, junto con la política seguida por el nacionalismo, por desgracia, se observan otras menos inteligentes. La eliminación legal de la participación parlamentaria del nacionalismo radical, las negativas a dialogar con el nacionalismo moderado, las prohibiciones de periódicos que no leía nadie o las amenazas de prohibiciones de películas que hubieran pasado desapercibidas, la falta de una política cultural de integración que aprovechara el enorme potencial de los medios audiovisuales, etcétera, no parece que sean el comportamiento más adecuado frente a quienes, para poder tener alguna razón en su pretensión escisionista, necesitan de agravios que puedan aglutinar una población con escasos vínculos de cohesión.

Este tipo de acciones, de escasa eficacia contra el terrorismo, tienden a crispar ánimos precisamente cuando es necesario calmarlos e impide que, en ese gran objetivo, participen todos los demócratas, especialmente los nacionalistas moderados, para hacer inviable el terrorismo con medidas políticas que deben siempre complementar a las policiales, para la detención de terroristas, y las económicas, para privarles de sus fuentes de financiación.

Hay múltiples ejemplos históricos sobre el modo en que se ha conseguido acabar con grupos terroristas desde la legalidad democrática. Del mismo modo, hay ejemplos de cómo la represión sólo consigue proyectar el odio, como es el caso de la política seguida por Israel, con atentados selectivos a vidas y haciendas de líderes palestinos que sólo consiguen multiplicar el número de quienes están dispuestos a sacrificar su vida con tal de matar enemigos.

Aunque sólo sea momento de duelo, y para evitar más sufrimientos futuros, hay que plantearse estas cuestiones y no dejarse arrastrar por una espiral de violencia que, al paso que se va, podría extenderse a enfrentamientos civiles, como sería el deseo máximo de los terroristas. Un Estado democrático tiene, además de la capacidad de sus cuerpos de seguridad, la enorme fuerza de la razón y de una palabra que, desgraciadamente, todavía, no es la única arma de la discrepancia política.

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