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Columna
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Argumentos contra el Gobierno

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay afirma que la dosis de gasto social existente en España, ocho puntos menos que la media de la UE, según el autor, es claramente insuficiente y ha sido decreciente en los últimos años

Un viejo debate ha vuelto a la actualidad los últimos días de la mano de dos informes, uno del profesor Vicens Navarro sobre el gasto social y otro de la OCDE en torno al gasto en educación. Sabíamos que la aproximación a la UE en renta por habitante no se había visto acompañada por una convergencia real en gasto social, en la reducción de desigualdades o en la dotación de capital humano y tecnológico. Ahora, el profesor Navarro ha presentado los datos que miden la divergencia en gasto social. Por su lado, la OCDE nos ha recordado que el esfuerzo presupuestario en materia educativa se ha ralentizado durante el Gobierno del PP. Sólo la caída de la población escolar ha permitido que el gasto por alumno siguiera creciendo a pesar de la reducción de la participación del gasto educativo del 5,5% al 4,9% del PIB entre 1995 y 2000.

Vayamos con el gasto social. ¿Qué importancia tienen ocho puntos menos de gasto social que la media de la UE? Va de suyo que revela menor prioridad social por políticas de elevado efecto redistributivo, como la educación, la protección de la familia, el acceso a la vivienda o los servicios sociales. Dicho de otro modo, de la riqueza producida en un año, las políticas públicas españolas dedicarán ocho puntos menos de PIB que las europeas a procurar la igualdad de oportunidades en el acceso a bienes y servicios básicos y a asegurar ingresos a los menos favorecidos. Para similares concepciones sobre la igualdad a las europeas pero inferiores condiciones de partida, la menor prioridad pública tendría que ser compensada en España mediante mecanismos no públicos como la solidaridad familiar o social y el recurso al mercado. Procedimientos que, sin embargo, proporcionarán menos dosis de igualdad que la socialmente deseable.

Una sociedad es libre de expresar su preferencia por una u otra dosis de gasto social. Lo que es indispensable es que conozca los efectos de dosis alternativas. Y aquí es, precisamente, donde se produce el debate político.

Los valedores del Gobierno se empeñan en defender que es más satisfactorio el nivel de protección social de España que, pongamos, el alemán o el francés

A muchos nos parece que la dosis existente en España, aunque no esté de moda decirlo, es claramente insuficiente en bastantes aspectos y, como señala el profesor Navarro, ha sido decreciente en los últimos años. Otros, sin embargo, manifiestan su satisfacción con la política del PP y apuntan en defensa del statu quo dos tipos de consideraciones.

De acuerdo con las primeras, no se puede valorar la política social sin mencionar el empleo y el ritmo de creación de puestos de trabajo, aspectos que expresan la importancia otorgada a lo social por el actual Gobierno. Lo que equivale a situar la creación de empleo en una suerte de trade-off con el gasto social y a enviar a la sociedad el mensaje de que la creación de empleo ha sido posible porque se ha reducido de modo decidido el gasto social como porcentaje del PIB.

Ni el análisis teórico ni la experiencia comparada consiente semejante maniqueísmo económico que, además parece en franca contradicción con las preferencias sociales del votante mediano, partidario de más empleo pero, también, de mayor protección social.

El segundo tipo de consideraciones formulado por los apologistas del Gobierno es, si cabe, más arriesgado. La convergencia -dicen ellos- no se ha de producir en Europa sólo porque España eleve su ratio de gasto social, sino, también, porque algunos países que lo tienen muy elevado lo reduzcan. En apoyo de semejante tesis traen a colación la reforma de las pensiones en curso o las preocupaciones por la relación entre protección social y competitividad, suscitadas en la UE y, en particular, en algunos países miembros. Pero ignoran al razonar así que la preocupación legítima por un adecuado sistema de incentivos para las decisiones de trabajo y ocio, ahorro y consumo, etcétera, han conducido hasta ahora a poner freno a ciertas tendencias desbocadas en el ritmo de crecimiento del gasto (especialmente en pensiones, por el envejecimiento de la población), mucho más que a la reducción efectiva de su nivel en relación con el PIB.

La política sin complejos desarrollada por Margaret Thatcher, por ejemplo, apenas consiguió estabilizar temporalmente el tamaño del sector público. Y, salvo por las exigencias temporales derivadas del proceso de consolidación presupuestaria, por el paso a la moneda única, y las variaciones cíclicas de la recesión a la expansión, en la UE apenas ha habido cambio en las tendencias del gasto social.

Lo malo de los argumentos anteriores no son sus supuestos fundamentos técnicos, cuya escasa relevancia apenas llevaría a otra conclusión que a postular la prudencia en el crecimiento del gasto social, posición de la que participa cualquier persona sensata.

Para general infortunio, los valedores del Gobierno se empeñan en defender que es socialmente más satisfactorio el nivel de protección social alcanzado por España que, pongamos, el alemán, el francés o el holandés. Pretenden convencernos, al parecer, de que es por nuestro bien por lo que la red de servicios sociales se mantiene en su raquítico nivel y que no podemos sino alegrarnos de que las mujeres que desean trabajar encuentren tan poco apoyo institucional para hacer compatible su desarrollo personal y la atención a la familia como ha sido tradicional en España.

Es posible sostener esta posición como una preferencia personal -por retrógrada que resulte- o como una prioridad política partidaria. Lo que, desde luego, no es posible sostener con un mínimo de rigor es que goce del refrendo del análisis económico, sea condición necesaria para la creación de empleo o resulte indispensable para lograr un elevado ritmo de crecimiento de la economía. Menos aún cabe la afirmación de que cuenta con el apoyo de la mayoría social, si a la gente se le hacen las preguntas adecuadas. Al fin y al cabo, siempre hemos querido parecernos a los demás europeos.

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