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Columna
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La economía que viene

Este comienzo de curso nos enseña con toda claridad un factor inevitable e irreversible, anunciado por los estudiosos, y que a lo largo de los últimos meses entra en el panorama con toda su crudeza: el envejecimiento de la población. En los países desarrollados cada vez se vive más tiempo y con mejor calidad de vida y la natalidad disminuye. Crecen los pasivos, disminuyen los activos. El intento de incrementar nuevos nacimientos tiene un resultado final muy limitado.

La conciliación de la vida laboral y familiar de la mujer puede alzar algo la presencia de nuevos efectivos, pero no es la panacea universal. Los motivos que impulsan reducir el número de hijos hay que buscarlos, fundamentalmente, en la comodidad de los padres, la carestía de la vivienda, los costes educativos y la competitividad laboral. Y ahí no se puede hacer nada.

La entrada con fuerza del Estado de bienestar supuso que se eliminaran las incógnitas del futuro en cuanto al mañana económico de la prole, en vivienda, educación, sanidad, trabajo, cultura. Pero alcanzadas las cotas de satisfacción garantizada por el Estado, las personas entran en una nueva visión de consumo que no se conforma con los parámetros pasados y que el Estado ya no podrá pagar.

El fenómeno nuevo del envejecimiento de la población requiere ser estudiado muy en profundidad y buscar las nuevas fórmulas de política económica que hagan posible una acomodación paulatina a las nuevas realidades.

Ahora comienza a atisbarse con fuerza su efecto sobre el régimen de pensiones públicas, pero no se quedan aquí las consecuencias del envejecimiento. Originará necesarias recesiones, cambiará la estructura de la demanda y del gasto público.

Frente a ello nos encontramos con disparatadas políticas de aumento de gastos y disminución de ingresos, que no pueden ser sostenibles a medio plazo. Si bien los déficit públicos no podrán abultarse en demasía porque darían lugar a subidas de tipos recesivas. Funcionaron en el pasado porque los menores ingresos fiscales propiciaron un crecimiento, vía más población y revolución tecnológica, que al final equilibraron las cuentas públicas. Tal situación es irrepetible, porque no hay más población ni nuevas tecnologías.

Adivino que lo mejor que se puede hacer es invertir en el desarrollo de los países que pueden hacerlo, que, posiblemente, alcanza sólo al este de Europa, países islámicos serios -donde la ley religiosa no es un pretexto y en realidad se convierte en un instrumento de dominación- y en aquellos donde exista posibilidad de controlar la corrupción pública y privada. Constituye la única manera de incorporar nuevos efectivos humanos, sin desplazamiento de población. Consiguiendo el mantenimiento y crecimiento de la actividad productiva y puede que equilibrando las cuentas públicas.

Mirando para casa, hay que tener en cuenta que en el futuro inmediato seguiremos en la paradójica coyuntura de tener equilibrio presupuestario pero déficit real, al nutrirse los ingresos públicos de los fondos estructurales y de cohesión, que no proceden del bolsillo de los españoles.

A su vez, este desequilibrio -inevitable, por otra parte-, junto con el efecto contagio con las naciones más desarrolladas de Europa, provocará siempre una inflación por encima de la media europea. Y, además, nos coloca en la otra gran paradoja de tener unos tipos de interés por debajo o similares a la inflación.

Desgraciadamente, a lo que conduce la situación es a la alocada demanda de viviendas -que de cara al futuro del envejecimiento tiene muy mal color: la posibilidad de uso de viviendas por una persona tiene un límite-, en vez de desviarse a la inversión en activos productivos, que sí que los hay. Basta pensar en infraestructuras y energía. Aunque el cambio de tendencia es impensable hasta tanto no se reformen los mercados financieros y sus sistemas de regulación, es decir mientras no se ofrezca seguridad suficiente al ahorrador.

Volviendo a lo internacional, este año seguiremos en el callejón sin salida de la tontería de la guerra de Irak (Irak no es Japón) que, estoy convencido, se va a saldar con las caídas estrepitosas de Bush y Blair. A no ser que muy pronto -cosa que dudo- consigan organizar medianamente el país y salir de allí por puertas, hasta que llegue otro Sadam -o el mismo-.

Mientras tanto, Alemania y Francia se frotan las manos arreglando sus desequilibrios caseros, que sí son necesarios frente al americano, que es puramente voluntario. La paridad dólar-euro continuará con altibajos. No existe ningún motivo para pensar en un repunte de la inflación. Veremos, puede ser, el pequeño boomcito tecnológico de la popularización de las televisiones de plasma. Y seguiremos esperando a la gran revolución científico-económica de la energía de fusión.

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